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3.3: Los bárbaros- ¿una molestia o una amenaza?

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    Comencemos con la crisis de legitimidad del poder imperial, evidenciada en los asesinatos de los emperadores y las usurpaciones. Como hemos visto anteriormente, las usurpaciones que se llevaron a cabo entre los oscuros años 251–253 y el asesinato de Galieno fueron reacciones a las desastrosas derrotas que, por un lado, socavaron la autoridad de los emperadores reinantes y, por el otro, expusieron a varias provincias a las incursiones enemigas. El gobierno separado de Galia (imperium Galliarum) y algunas otras usurpaciones locales fueron, en su mayoría, una forma deautodefensa de las regiones en las que el poder central no podía ofrecer protección. La así llamada secesión de Palmira fue principalmente obra de Aureliano, quien, después de la decisiva mejora de la situación militar en Europa, decidió poner fin a la configuración política en el Oriente que había sido creada bajo Galieno y tolerada por Claudio, impulsando así aque Zenobia se alzara en rebelión. Otros asesinatos y guerras civiles que convulsionaron al Imperio entre los años 268 y 284-285 fueron consecuencia de la toma del poder por parte de la soldadesca, la cual llevó al desmoronamiento de la legitimidad del poder imperial y, en especial, de sus mecanismos de transmisión.

    Las usurpaciones tempranas –desde el golpe de Estado de Maximino el Tracio a la derrota de Emiliano frente a Valeriano, y más allá del alzamiento contra Maximino, que fue un evento único– fueron de distinta naturaleza. La usurpación de Maximino fue el primer intento en la historia de Roma por parte del ejército de tomar el poder en sus propias manos otorgándoselo a un verdadero soldado que pelearía contra los bárbaros hasta el final. Las próximas tres usurpaciones –la de Pacatiano, Decio y Emiliano– también fueron iniciadas por soldados en la línea del frente del Barbaricum. Su consigna fue la guerra incondicional contra los bárbaros, empresa que, estaban convencidos, los emperadores –Filipo y Treboniano, al igual que Severo Alejandro antes de ellos– eran incapaces de llevar a cabo. La única diferencia fue que en el 249 y el 253 los oficiales, conscientes del destino de Maximino el Tracio, apoyaron a los miembros de la elite tradicional en lugar de elegir a uno de su propio grupo. Explicar la ola de usurpaciones de los años 235–53 como resultado deuna ruptura de la disciplina, de la codicia o atrofia del espíritu cívico entre las tropas excitadas,1 es, por lo tanto, un grave malentendido. El ejército, o más precisamente el cuerpo de oficiales, cambió su papel de ser el principal sostén del poder imperial para convertirse en proveedor de este poder cuando se convencieron de que el modo tradicional de transmisión dañaba los intereses vitales del Imperio que ellos, los militares, estaban encargados de proteger. Y ya que la única manera de proteger estos intereses era, según su perspectiva, una guerra abierta contra los bárbaros, la conclusión ineludible es que la crisis de legitimidad del poder imperial fue consecuencia de un factor externo, los bárbaros, a quienes, al menos desde el 235, el ejército veía como una amenaza mortal para el Imperio, lo cual exigió un drástico cambio de política, una política que ellos mismos estaban decididos a llevar a cabo sin importar el costo.

    A juzgar por los acontecimientos futuros, los temores militares estaban ampliamente justificados. Pero estamos aún en 235, cuando los godos, cuyos ataques pronto dejarían los primeros huecos en el limes, y quienes hasta 268/9 seguirían siendo la principal amenaza para el Imperio, eran todavía una entidad desconocida; y cuando el segundo gran enemigo, los persas, había evitado, dos años antes, combates subsecuentes en el primer gran conflicto entre los dos poderes, que, aunque fue apenas un éxito para los romanos, con seguridad no les dejó ningún complejo de inferioridad.

    ¿Cómo se explican, entonces, los temores del ejército romano? Hay una razón que puede rechazarse de inmediato: una disminución “objetiva” en la efectividad de combate del ejército romano. No hay nada que sugiera que en el siglo III los soldados eran menos disciplinados o estaban menos entrenados que antes; sus armas eran de la misma excelente calidad.2 También hay motivos para creer que, aun antes de la época de Galieno, los avances constantes de los profesionales ecuestres a expensas de los senadores amateurs, mejoraron de hecho el desempeño del ejército en un aspecto clave, como es el del mando.

    Si así fuera, la única explicación posible a las preocupaciones de los oficiales y la pronta revelación de impotencia del ejército frente a los enemigos externos es que la amenaza bárbara –es decir, el poder de lucha de los habitantes del Barbaricum y su voluntad de usar esa fuerza contra el Imperio– había crecido dramáticamente en el período anterior al golpe de Estado a Maximino, y que los romanos estaban muy conscientes de este riesgo. Ahora, el período que va desde que esta amenaza se mostró por primera vez y creció hasta el punto de hacer que el ejército romano empezara a preocuparse por la seguridad del Imperio habría sido muy corto, como mucho una década o dos. Bajo el gobierno de Septimio Severo (r. 193–211) la convicción romana acerca de su aplastante superioridad era, todavía, indudable. El primer evento que podría haber sido indicativo para los romanos de una apreciación diferente con respecto a la amenaza bárbara fue la campaña de Caracalla contra los germanos occidentales en 213. Sin embargo, desconocemos qué la provocó. La opinión, universalmente compartida, de que ésta se llevó a cabo en represalia a las incursiones bárbaras en los Campos Decumanos es pura especulación basada en los registros posteriores a los ataques de este pueblo, pero principalmente se basa en una convicción tácita de que, si no hubiese sido así, el emperador no habría decidido salir a dar batalla contra un enemigo de tan minúscula insignificancia. Sin embargo, los acontecimientos no avalan esta conjetura. Si los bárbaros hubiesen realizado alguna incursión seria, esta habría sido la primera violación grave a los límites del Imperio en esa sensible región en unos 200 años (o 140, si consideramos como tal la ayuda que brindaron los voluntarios de la Germania libre a la rebelión de Civilis en el año 70). La respuesta de Caracalla a lo que en ese caso habría sido una atrocidad particularmente insolente fue un desfile militar desde el Danubio al Main, cuya principal consecuencia fue (y muy probablemente, su objetivo también), por lo que podemos juzgar, el reclutamiento de un gran número de auxiliares germánicos para la inminente expedición a Partia.3

    La primera gran ruptura del limes, que precedió a las incursiones de los años 250–284, ocurrió durante las invasiones de los alamanes de 232/3. Su gravedad se atestigua por una cantidad de fuertes que fueron destruidos a ambas partes del limes, que protegían los Campos Decumanos, en Wetterau y en el valle del Altmühl; por las primeras señales de la despoblación de esta región, y por el cruce del Rin que llevaron a cabo los bárbaros justo frente a la Legio VIII Augusta en Argentorate (Estrasburgo) y el saqueo de los distritos vecinos de la Galia (Okamura, 1984, 1996; Hüssen, 1994; Steidl, 2000). Lo que debe haber hecho de estas incursiones una experiencia verdaderamente alarmante para los romanos en general y para la elite política y militar romana en particular, fue el hecho de que, por lo que podemos aseverar, este fue el primer ataque germánico a las provincias occidentales del Imperio desde la época de Augusto y la primera acción hostil por parte de los bárbaros contra el Imperio desde el fin de la Guerras Marcomanas más de 50 años antes (Okamura, 1984). Sabemos por Herodiano (6.7.1–5) que cuando las noticias de las incursiones de los alamanes llegaron a las fuerzas romanas que hacían campaña contra Persia bajo las órdenes de Alejandro Severo, el emperador abandonó de inmediato el plan de una nueva ofensiva en la Mesopotamia y volvió con la mayor parte del ejército a Europa. Sin embargo, esto fue solo el comienzo. Durante la campaña de 234, cuando Alejandro Severo –irresoluto como siempre en su rol de comandante en jefe– intentó comprar la paz a los invasores alamanes, el ejército reaccionó con sorprendente vehemencia: se inició una revuelta abierta, en la cual murió el emperador junto con su madre y consejeros senatoriales, seguida quizá por la mayor atrocidad contra la tradición y las buenas formas políticas que el Imperio haya visto jamás: el ascenso a la dignidad imperial de un oficial ecuestre de la Tracia.

    Como se observó antes, con la ventaja de la mirada retrospectiva sabemos ahora que los miedos del ejército que terminaron en el amotinamiento del año 235 estaban fundados en la cruda realidad, aunque no se pudo reconocer a uno de los dos enemigos futuros más peligrosos –los godos– y claramente, se subestimó al otro –los persas. Conocemos uno de los elementos de esta realidad desde hace tiempo: el surgimiento en Germania de diversas confederaciones militares se reflejó en nombres nuevos y significativos que pronto se convertirían en nombres de etnias, los alamanes (“todos los hombres”), los francos (“los libres”), los sajones (“los de la espada”). Después de la caída de Arminio, los germanos occidentales se mantuvieron en un estado de desesperanzada fragmentación, hasta que de repente se organizaron para la guerra, aunque no se sabe a ciencia cierta cuándo.

    Estamos en mejor posición para estudiar la transformación de los elementos básicos de la estructura militar de los pueblos germánicos, bandas de guerreros a quienes Tácito llamaba comitatus (Ilkjær, 1994; Carnap-Bornheim, 2000).4 Las ciénagas de Dinamarca, con sus depósitos de armas de invasores derrotados destruidas ritualmente –Ejsbøl Nord, Vimose, y en especial Illerup A– no solo confirman la estructura de estas bandas de guerreros, como son descritas por Tácito (principes, comites, pedites [Germania, 6.1, 13–14]; cf. Ammiano Marcelino reges, optimates, armatores [16.12.23–6]) sino que, más importante aún, ponen en evidencia una creciente estandarización del armamento, como era el caso de las armas de filo, y sugieren la producción en masa ordenada por los líderes de cada comitatus en particular. Las armas más valiosas, las espadas romanas, que fueron usadas por una gran cantidad de bandas cuyas armas terminaron en los depósitos de ofrendas daneses, eran, con seguridad, propiedad de los príncipes que las otorgaban a sus pedites mientras duraba una expedición, según se puede ver por la baja calidad (lo cual implica que eran fabricadas localmente) y escasez (si se las compara con las lanzas y jabalinas) de espadas en tumbas contemporáneas del sur de Escandinavia, cuna de estas bandas (Ilkjær, 1994; Carnap-Bornheim, 2000). Un fenómeno similar se observa poco antes en el material encontrado en Polonia: un importante aumento de tumbas con armas y la estandarización de las formas de las puntas de lanzas y jabalinas alrededor del 120-60, en la época inmediatamente anterior y durante la primera fase de la expansión del pueblo de la cultura Przeworskal sur, que en las fuentes escritas se encuentra documentada como la migración de los asdingos a la cuenca de los Cárpatos y el norte de Dacia (Kontny, 2001, 2005).

    La demografía nos brinda otro elemento importante dentro de esta perspectiva. Los académicos ya han demostrado concluyentemente un gran aumento en la densidad poblacional en los siglos II y III en el área de la cultura Przeworskal oeste del Bajo y Medio Vístula y en todo el sur de Polonia, lo cual, entre otras consecuencias, determinó la eliminación de casi todos los extensos anillos de páramos que rodeaban las áreas habitadas y cultivadas (Godłowski, 1984a; Kolendo, 1991). No es que en este período los únicos que se multiplicaron fueron los vándalos, es decir, el pueblo de la cultura Przeworsk: los cambios que acabamos de mencionar pueden ser extrapolados con seguridad a otros sectores del barbaricum, aunque hasta ahora no se hayan realizado investigaciones igualmente precisas de cambios en los patrones de asentamiento. Es evidente que un aumento en la población no se traduce automáticamente en un aumento correspondiente del potencial militar, aunque solo sea porque como resultado de estos cambios se necesitara que una gran parte de la población fuese atada a la tierra. Sin embargo, parece que a pesar de este salto demográfico, el índice de participación militar de la población del barbaricum se mantuvo al mismo elevado nivel: cerca del 100 % de la población masculina libre en edad militar5. El material comparativo de esos mismos territorios en la Edad Media (los antiguos prusianos y los eslavos polabianos) muestra que las bandas de guerreros similares a las que se describieron anteriormente podrían estar compuestas por la totalidad de los miembros jóvenes de una comunidad. Dado que, para volver a las tribus germánicas del período romano, el suministro de armas concernía a los principes, la falta de propiedad no era un obstáculo para convertirse en un guerrero pleno. En cuanto a quién cultivaba la tierra, sabemos por Tácito (Germania 14.3, 15.2) que esa tarea se les dejaba a las mujeres, los ancianos, los enfermos; con el aumento de la población, su rol fue ocupado en su mayoría por esclavos. En Dion Casio, las interminables cacerías humanas eran un elemento constante de las incursiones bárbaras. Aunque se debe guardar cierta reserva sobre su relato de que más de 150.000 prisioneros romanos fueron devueltos por los bárbaros después de la victoria de Marco Aurelio (72.11.2, 13.4, 16.2), la inscripción de Augsburgo de 259/60 (Bakker, 1993), muy probablemente emitida por los praeses de Recia bajo el reinado de Póstumo, en donde se hace gala de la liberación de varios miles de italianos cautivos (excussis multis milibus Italorum captivorum), prueba la ubicuidad de esta práctica. Ya fueran mujeres, ancianos o esclavos, estos permitieron que los jóvenes libres se comprometieran con la única tarea digna de su sexo, edad y estatus: la guerra.

    Para resumir: en las primeras décadas del siglo III el barbaricum experimentó una explosión poblacional y, al mismo tiempo, fue testigo del surgimiento de grandes ligas militares y la difusión de bandas de guerreros que eran aún más grandes y estaban mejor armadas. Tanto las ligas como el comitatus trascienden las divisiones tribales (Tácito afirma que los jóvenes se unían a las bandas extranjeras sin reparos [Germania 14.2]) y permiten la creación de vastos ejércitos multiétnicos. Esto explica el fenómeno que encontramos en las guerras de 250–84: por un lado, las constantes incursiones de, aparentemente, los mismos pueblos, que se renovaban una y otra vez aun después de las desastrosas derrotas; por otro lado, enormes cantidades de objetos de origen romano, obviamente robados en el Imperio, que todavía hoy siguen encontrándose en Polonia y Alemania oriental —es decir, el interior bárbaro— muy lejos de los escenarios bélicos. Los nombres de los invasores que aparecen en nuestros textos eran poco más que etiquetas colocadas por los romanos a los ejércitos compuestos por bandas de guerreros que venían en manada de todo el barbaricum y que se reunían bajo los estandartes de cualquier pueblo de frontera para atravesar el limes hacia el interior del Imperio.

    La pregunta fundamental es hasta qué punto los romanos estaban al tanto de esto. Sobre esta cuestión, los académicos sostienen dos posturas. Una de ellas fue planteada en forma de modelo por Jean-Michel Carrié (Carrié y Rousselle, 1999, p. 94–8), quien sostiene que los romanos, enquistados por prejuicios culturales y la inamovilidad de una mentalidad antigua, carecían de instrumentos de control e información sobre lo que sucedía en las zonas por fuera del área de contacto directo con el Imperio. El resultado era un estado de “constante falta de preparación” en el trato con los bárbaros, que se manifestó abiertamente en las décadas de 250 y 260, cuando el Imperio se dejó sorprender por la furia y la magnitud de los ataques dirigidos contra sus fronteras. La segunda postura fue defendida durante años por Jerzy Kolendo.6 Según su opinión, el análisis paralelo de restos de material y fuentes escritas apunta a una sólida y creciente familiaridad con el barbaricum por parte de los romanos. Es cierto que gracias a las pruebas que tenían disponibles, conocían mejor algunas zonas que otras. Por ejemplo, su excelente conocimiento del margen izquierdo de la cuenca del Vístula y la cuenca superior del Varta (las zonas atravesadas por la ruta del Ámbar) iba de la mano de una noción muy básica del Óder, un poco más hacia el oeste. Se podría creer que, habiendo dispuesto la geografía de la Germania libre alrededor de sus ríos más grandes, el Elba y el Vístula, no se preocuparon demasiado por los demás ríos que fluían entre estos. La pérdida de todos los trabajos geográficos después de la Germania de Tácito y la Geografía de Tolomeo (con la excepción parcial de la Getica de Jordanes) hace que sea imposible estudiar en detalle el crecimiento de la información sobre el barbaricum después de las Guerras Marcomanas. Que ese crecimiento efectivamente tuvo lugar queda indicado, entre otras cosas, por un insólito tipo de evidencia: un grupo homogéneo de tesoros de monedas romanas de los últimos años de Marco Aurelio, Cómodo y los primeros años de Septimio Severo, dispersas entre la costa del Mar del Norte y el este de Polonia, que fueron analizadas por primera vez por Peter Berger (1992, p. 156–60). Estos tesoros fueron interpretados, sin duda correctamente, como los restos de subsidios pagados por los romanos a la segunda y hasta tercera línea de bárbaros para asegurar su colaboración–o neutralidad– durante las guerras civiles de 193–197, que alejaron de las fronteras a la mayor parte de las fuerzas romanas. El cese repentino de este flujo fue, seguramente, el resultado de la victoria final de Septimio Severo, que hizo que se volviera innecesario seguir subsidiando a los bárbaros. Ya fuera en el Bajo Elba o en el Alto Vístula, los romanos sabían claramente a quién sobornar, lo que demuestra su conocimiento de la región.

    Todo esto lleva a la conclusión de que los romanos estaban muy al tanto de los constantes cambios en el barbaricum, al menos dentro de lo que se conocía tradicionalmente como Germania (como lo refleja la Germania de Tácito) y la cuenca de los Cárpatos. Desde ya, lo que sabía la inteligencia  del ejército no necesariamente llegaba a los oídos del emperador y su círculo íntimo de oficiales que tomaban las decisiones, a menos, claro, que un oficial profesional se convirtiera en emperador, como fue el caso de Maximino el Tracio. Por todas estas razones, creo que los acontecimientos que tuvieron lugar en los quince años posteriores al ascenso al poder de este emperador ofrecen un argumento para plantear dos hipótesis: que el ejército romano estaba perfectamente al tanto de lo que, desde su perspectiva, eran los hechos más preocupantes del barbaricum, y que este conocimiento impulsó la revuelta de 235 y lo que terminó siendo la “crisis del siglo III”.

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    1 Espec. Alföldy (1984) y (1989). La gran visión de Rostovtzeff de los aldeanos oprimidos con sus uniformes levantándose contra los ciudadanos privilegiados, es, esencialmente, lo mismo (1957, pp. 344–448, espec. 440–6).

    2 Aun cuando en la segunda mitad del siglo, es decir en lo más profundo de la crisis, un gran aumento en la producción de armas dio lugar a simplificaciones en este complicado proceso que requería mucha mano de obra (pero no así en la tecnología) de la fabricación de hojas de espadas, no se evidencia un descenso de la calidad, sino tan solo de la elegancia del diseño del damasco. Véanse, por ejemplo, las diversas contribuciones en Carnap-Bornheim (1994), Biborski (1996).

    3 Si bien el culto pero malicioso Dion Casio acusa al emperador al que odia de comprar victorias falsas a las tribus que vivían en la desembocadura del Elba (78.14.3–4), Herodiano ni siquiera sabe que en 213 había habido peleas en Germania; allí, él presenta las actividades de Caracalla como una gira de inspección del limes(4.7.1–3). Sabemos, por las actas de los HermanosArvalesde 213, que Caracalla estuvo muy poco tiempo en la Germana libre: el 11 de agosto, la Hermandad llevó a cabo un sacrificio quod dominusnoster… per limitemRaetiae ad hostes extirpandos barbarorum <terram> intro iturusest, y el 6 de Octubre, ob salute<m> victoriam que Germanicam Imperatoris; véase Scheid (1998, nro. 99a (283-4).

    4 En general, para las bandas de guerreros germánicas, véanseWenskus (1961), Kristensen (1983).

    5 Para la noción de índice de participación militar, véase Andrzejewski (1954, p. 33–4).

    6 Aparte de los numerosos artículos del autor en polaco, véase Kolendo, 1992; Kolendo, 2008. En general, sobre los servicios de inteligencia romanos, véanse Lee (1993, bastante superficial), Austin y Rankov (1995).


    3.3: Los bárbaros- ¿una molestia o una amenaza? is shared under a CC BY-NC-SA 4.0 license and was authored, remixed, and/or curated by Adam Ziolkowski, Traducción: Patricia Colombo, Revisión: Agnieszka Ziolkowska.