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3.4: De la exasperación al temor- los ánimos en el ejército romano entre 235 y 250

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    ¿Por qué, entonces, si el ejército romano estaba tan bien informado, no hizo nada durante tanto tiempo para revertir la situación, y solo reaccionó con furia al intento de Severo Alejandro de terminar tan pronto como fuera posible la guerra con los alamanes? Una respuesta completa a esta pregunta conlleva el problema del funcionamiento de la maquinaria militar del Imperio en general y será tratada al final de este capítulo. Aquí deseo solo sugerir que la abrupta explosión en la actividad del ejército es comprensible a la luz de lo que la precedió y provocó. Aunque el barbaricum occidental bullía con bandas de guerreros, no era en sí mismo un tema de preocupación inmediata, en especial para un pueblo como el romano que estaba convencido de su apabullante superioridad sobre el resto de la humanidad. En el pasado habían tolerado pacientemente, en sus cercanías, el ascenso de un poder pasajero detrás de otro, y se alzaban en armas solo contra aquellos que lograban ser lo suficientemente fuertes, ricos e insolentes (el Estado dacio de Decébalo) o aquellos que cometían el terrible error de atacar al Imperio (los marcomanos y otros pueblos de la cuenca de los Cárpatos entre 165 y 167). Lo que cambió todo, incluso la percepción que tenían los romanos sobre la amenaza de los bárbaros, fue la imparable invasión al Imperio en manos de una de las confederaciones militares recientemente surgidas. Setenta años antes, y por primera vez en su historia, Roma había sido desafiada por sus estados clientes en el Danubio medio, que se habían aliado con algunos pueblos bárbaros más alejados del interior (superiores barbari [SHA Marcus 14]) que ejercían presión desde atrás (Godłowski, 1984b). Después de 15 años de luchas, casi siempre en territorio enemigo, prácticamente toda la cuenca de los Cárpatos se encontraba bajo el control de Roma. Causas insignificantes llevaron al abandono de esas conquistas, pero los antiguos enemigos, diezmados y aterrados por la ferocidad de la respuesta romana, se mantuvieron, al menos durante dos generaciones, tan silenciosos como otros bárbaros que durante las Guerras Marcomanas no se atrevieron a arriesgar su suerte contra los ejércitos del Imperio. Ahora, los descendientes de esos bárbaros inofensivos tenían la audacia de atacar al Imperio y la fortaleza suficiente para atravesar sus defensas. El recuerdo de los desastres sufridos por quienes en el pasado habían sido lo suficientemente descuidados como para tener problemas con Roma había perdido su efecto disuasorio, y ahora era imperativo aniquilar a quienes provocaban a Roma, al menos para desalentar a los posibles imitadores, que plagaban el barbaricum. El emperador que intentaba comprarles la paz era un traidor al Imperio y merecía su castigo. Pero las decisiones que tomó Maximino durante los tres años de su gobierno sugieren una motivación de mayor trascendencia. Después de una arrasadora campaña contra los alamanes, y cuya efectividad puede apreciarse por el hecho de que estos renovaron sus ataques en territorio romano solo en 255 y 256, cinco o seis años después del colapso de las fronteras del Bajo Danubio, Maximino traslada sus cuarteles a Sirmio, desde donde continuó su guerra de exterminio, esta vez contra los habitantes de la cuenca de los Cárpatos. Esto y el hecho de que Herodiano (7.2.9; cf. SHA Maximin. 13) diera crédito a Maximino por sus planes de conquistar todo el barbaricum hasta el océano, es decir el Mar del Norte y el Mar Báltico,1 prueba que la elite del ejército romano vio el retroceso del año 180 como un error garrafal que estaba resuelta a rectificar. Lo que no podemos saber es si esta visión prevaleció desde el principio, o solo con la perspectiva que ofreció la experiencia de las incursiones de 232–3.

    El primer emperador militar mostró ser fiel a su vocación: estuvo los tres años de su gobierno guerreando en las fronteras, sin visitar Roma ni una sola vez. Este desprecio por las formalidades, junto a la negativa de la población del Imperio a soportar las muy elevadas cargas impuestas por sus políticas bélicas, llevó a su caída. Ya se mencionó una de las consecuencias del inesperado derrocamiento del elegido del ejército en manos de la indefensa mayoría del Imperio: la elite tradicional recuperó el poder imperial por una generación más. Pero hubo otra consecuencia verdaderamente crucial: las políticas activas y agresivas hacia los bárbaros, que inevitablemente impusieron sobre la población cargas extra para reforzar el ejército, fueron estigmatizadas como señales de “tiranía”, y fueron política y psicológicamente imposibles de sostener, justo en el momento en el que comenzaban a vislumbrarse señales aun más portentosas de futuros desastres en el Bajo Danubio y en Oriente.

    Once años después de la caída de Maximino, uno de sus lugartenientes, Decio, asumió como emperador. Una de sus primeras medidas como tal fue tan inédita y revolucionaria por derecho propio como el ascenso de su anterior jefe: emitió un edicto que ordenaba a todos los habitantes del Imperio sacrificaran a los dioses siguiendo un procedimiento cuidadosamente detallado que especificaba, además del sacrificio, la libación y la cata de la carne de la víctima, una declaración verbal de haber realizado el rito detallado en el edicto y de haber sacrificado siempre a los dioses, todo esto en presencia de comisiones establecidas por orden del mismo decreto, que luego emitía a quienes sacrificaban certificados especiales (libelli) que atestiguaban que habían cumplido con el mandato imperial. Cuando a finales del siglo XIX aparecieron en las fuentes papirológicas los primeros libelli, los académicos se dieron cuenta de que el principal objetivo del emperador fue el de implorar a los dioses que alejaran a los peligros que amenazaban al Imperio y no, como se pensaba antes, perseguir a los cristianos.2 Hoy, cien años después, los mismos libelli son un testimonio contra los intentos ahora de moda de restar importancia a los sacrificios ordenados por Decio, interpretándolos como cualquier otra supplicatio, muy común en la religión romana tradicional,3 o como seguimiento de la ceremonia del milenio celebrada por sus predecesores el 21 de abril de 248.4 El carácter obligatorio de estas ceremonias, subrayado por la inédita emisión de un certificado, indica que nos enfrentamos a un fenómeno fundamentalmente diferente de cualquier otro visto con anterioridad. Los sacrificios planeados por Decio debían ser un acto religioso del más alto orden jamás concebido o realizado. Todo el imperio (desde la perspectiva romana, el mundo entero) debía sumarse a la ceremonia a través de la cual, aparte de todo lo demás, el emperador trataba de asegurarse a sí mismo y a los dioses tranquilidad sobre la solidez religiosa del cuerpo civil, y para esto los libelli servían para urgir al indolente, aterrar al reticente (es decir, esencialmente a los cristianos, ya que los judíos estaban oficialmente exentos del sacrificio [Nock, 1952: 219 n. 125]) y señalar a los reacios para poder castigarlos. Para ordenar semejante operación, lo que debía estar en juego no podía ser otra cosa más que la supervivencia del Imperio.5

    Sin embargo, hay un obstáculo que impide dar por sentado que las crecientes dificultades militares y políticas del Imperio fueron la razón por la cual Decio tomó esta decisión. En el pasado, las grandes supplicationes, a las cuales podemos considerar como precedente de los sacrificios por él ordenados, nunca eran decretadas para anticipar futurascalamidades, sino para expiar las que ya habían ocurrido. El edicto de Decio, sin embargo, debe haberse emitido en el invierno de 249/50,6 mucho antes del comienzo de la invasión bárbara que le costaría la vida al mismísimo Decio. Si hubiese sido proclamado un año y medio después, luego del desastre de Abrito, quizá no levantaría comentarios por parte de los historiadores modernos. Pero Decio proclamó el edicto cuando los godos aún se encontraban en la orilla norte del Danubio, los persas al este y sur de la Mesopotamia, y la plaga incluso mucho más lejos. Casi podría decirse que con una ceremonia que normalmente acompañaría a un desastre como el de la batalla de Cannas, Decio predijo o conjuró su propia muerte y el infierno que con ella se desató. La pregunta es ¿qué fue lo que lo indujo a pensar en eso?

    Mi sugerencia es que la respuesta se encuentra, en parte, en el hecho de que, como se mencionó antes, Decio –senador de alto rango, pero panonio de cuna, nacido en la región de Sirmio, capital militar del imperio– había sido lugarteniente de confianza del ejército de Maximino. Los que derrocaron al primer emperador militar desconocían los peligros que se acumulaban en el Imperio; solo querían preservar, en primer lugar, su dinero, y en segundo lugar, sus viejas costumbres y valores. Quienes apoyaban a Maximino, dejados en paz después de su caída para no antagonizar aún más alejército, sabían lo que pasaba, pero, alejados ahora del poder, solo podían observar el crecimiento de la amenaza externa, imposibilitados de hacer nada que pudiera contrarrestarlo. La primera nueva amenaza apareció en las fronteras del Bajo Danubio, que desde 238 se encontraban expuestas a una creciente presión por parte de los carpos y los godos. Los romanos pudieron mantener sus posiciones no por la fuerza de sus armas, sino porque lograron echar a un invasor contra el otro y hacer pagar a los godos subsidios o, si se prefiere, tributos. En 242,el emperador Marco Antonio Gordiano III en su camino al Oriente, donde el nuevo Rey de Reyes, Sapor I, había desatado una nueva guerra y conquistado gran parte de la Mesopotamia, expulsó a los carpos y compró literalmente a los godos contratando un gran número como mercenarios en la expedición contra los persas. Esta expedición fue una de las mayores empresas militares que los romanos lanzaron contra un enemigo oriental, ciertamente a la par de la expedición de Caracalla de 214–17 y la de Alejandro Severo en 232. Todo el poderío que el Imperio podía exhibir fue puesto en acción en esa guerra, cuyo principal objetivo era restaurar la posición e imagen de Roma como única superpotencia, posición que se había desdibujado por los últimos acontecimientos. Después de la victoria de Rasaena y la reocupación de la Mesopotamia, el ejército romano se concentró en el Éufrates y comenzó su marcha río abajo hasta Ctesifonte, para repetir las paradigmáticas gestas de Trajano, Lucio Vero y Septimio Severo, para la entonces casi ritual conquista y saqueo de la capital del imperio iraní. En Misiche, casi en las puertas de Ctesifonte, fue vencido por Sapor.

    El ejército romano fue derrotado pero no destruido, y logró volver a salvo a la Mesopotamia, donde el sucesor de Gordiano, su prefecto pretoriano Filipo, retiró al Imperio de la guerra prometiendo abandonar Armenia y pagando un tributo. Sin embargo, ojos más perspicaces entre los romanos seguramente vieron el resultado de esta campaña como un oscuro presagio del futuro. Como había sucedido poco antes en el Bajo Danubio, ahora en el Oriente los romanos apenas podían mantener su posición, y esto solo lo lograban haciendo humillantes concesiones. Aun peor, el más grande y mejor ejército que pudieron reunir, liderado por experimentados comandantes, probó no estar a la altura de los persas. Durante más de 500 años, Roma, la invencible, había sido el mayor poderío militar del mundo y, a pesar de los numerosos traspiés, siempre triunfaba frente a sus enemigos. En 235, los militares romanos, aunque obviamente frustrados por la incapacidad de la elite gobernante, sentían aún una profunda confianza en su capacidad de manejar las amenazas externas. Ahora, pocos años después del derrocamiento de Maximino, se habían negado a aceptar el desafío de un enemigo y habían terminado en inferioridad en un encuentro frontal con otro, aunque ninguno de estos enemigos podría siquiera haber sido imaginado diez años antes, cuando el ejército decidió tomar el asunto en sus propias manos.

    Cuando Decio asumió como emperador, la guerra total con estos enemigos era, una vez más, inminente. La convicción de que una lucha hasta el final con los bárbaros —y no la compra de la paz— servía más a los intereses del Imperio se había hecho fuerte entre las clases educadas, había llegado hasta hombres como Herodiano, y fue adoptada como política oficial por el cauto Filipo. Cuando este último se negó a continuar pagando el tributo a los godos, las fronteras del Bajo Danubio se convirtieron nuevamente en un campo de batalla. Al mismo tiempo, Sapor comenzó hostilidades en Oriente, claramente en represalia por el incumplimiento de los romanos de su promesa de no incursionar en Armenia. El Imperio enfrentaba una guerra en dos frentes, con un ejército que ya había demostrado ser inadecuado para la tarea y que, por las razones mencionadas anteriormente, no podía aumentarse de un modo considerable. En semejante situación, la única ayuda posible debía provenir de los dioses. Pero no del modo en que los dioses habían ayudado al Imperio romano antes. La consigna de “confía en los dioses y mantén las espadas afiladas”, que bien pudo haber sido aplicada durante su conquista del mundo, ya no surtiría efecto. Ahora era más adecuado afirmar: “solo la ayuda de los dioses puede revertir este desastre”.

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    1 La confirmación de esta información y la ilustración del alcance de la ofensiva romana es el descubrimiento en Harzhorn cerca de Braunschweig, eso es en el medio de la Germania, donde en 2008 se halló el campo de batalla entre los romanos (que volvían del norte) y los germanos, evidentemente ganada por el Imperio (Berger et al., 2010).

    2 Véase espec. Liesering (1932, viejo pero irremplazable), y Clarke (1984, p. 21–39).

    3 Según Clarke (1984, p. 23), “esta reanimación religiosa fue, sin dudas, un gesto retrógrado”, pero no ofrece antecedentes.

    4 Por ejemplo, Rives (1999, p. 148), Garnsey y Humphress (2001, p. 22), Potter (2004, p. 243) especula que “es muy probable que Decio buscara legitimizar su posición con un acto público de devoción y, es muy posible, brindar una respuesta a la incomodidad subyacente generada por el pasaje de milenio”.

    5 Rives (1999) desacredita el accionar de Decio como un asunto menor: el emperador era una persona ocupada, no tenía tiempo para políticas a largo plazo, y el edicto no dejó huellas en la posterior tradición no cristiana. Concluye por afirmar que “el edicto del sacrificio universal fue una medida relativamente espontánea, y quizás, no muy bien meditada” (151). Sin embargo, la incapacidad de los historiadores modernos de interpretar el sentido de la acción de un emperador romano tampoco hace que esa acción sea un sinsentido. El silencio de la tradición tampoco es un argumento, dadas las lamentablemente escasas fuentes no cristianas del período, ya que hasta la seudobiografía de Decio en la mendaz Historia Augusta se perdió. Por otra parte, es difícil imaginar a los escritores paganos posteriores obsesionándose por un experimento religioso de una escala tan sin precedentes a manos de un emperador que terminó de manera tan desastrosa. Pero lo más importante es que, estuviera bien pensada o no, la operación, que era obligatoria para toda la población del Imperio y que puso en marcha toda la maquinaria del Estado, presupone una motivación extremadamente poderosa de parte del emperador. Sobre este punto crucial, Rives plantea lo siguiente: “La decisión de Decio de exigir alguna clase de certificado puede, de hecho, haber sido un simple capricho” (ibíd.). Sin duda alguna, podemos hacer algo mejor que eso.

    6 Clarke (1969) propone el 3 de enero del año 250, pero véase Rives (1999, p. 147).

     


    3.4: De la exasperación al temor- los ánimos en el ejército romano entre 235 y 250 is shared under a CC BY-NC-SA 4.0 license and was authored, remixed, and/or curated by Adam Ziolkowski, Traducción: Patricia Colombo, Revisión: Agnieszka Ziolkowska.