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2.1: Introducción. Teoría y evidencia

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    La economía romana a menudo es presentada como subdesarrollada y de bajo rendimiento (Garnsey y Saller 1987, p. 43-7). Esas opiniones son el legado de la gran contribución intelectual de Moses Finley (1985) al debate de la economía de la antigüedad. Los elementos claves de lo que llamaré la visión finleyniana primitivista (minimalista) de la economía romana son: un énfasis en la agricultura de subsistencia; el rol de las ciudades como centros de consumo más que de comercio e industria; el bajo estatus social de los trabajadores manuales; difusión tecnológica retrasada y falta de racionalidad económica, ilustrada, entre otros factores, por el bajo nivel de inversión no agraria de capital (Finley 1985; de Blois et al. 2002; Duncan-Jones 1982, p. 1; Hopkins 1983a, p. x-xiv). Sin embargo, estas posturas no son indiscutidas, y también existe un fuerte apoyo a una visión de la economía más compleja y evolucionada de la que Finley estaba preparado para admitir (K. Greene 1986; W. V. Harris 1993b). Ha sido presentada evidencia fehaciente a favor de una contabilidad más racional de propiedades egipcias en El Fayum (Rathbone, 1991). Tal vez bastante más sorprendente es el hecho de que sean descubiertos sistemas sofisticados de contabilidad, incluso en las remotas comunidades del desierto egipcio (Bagnall, 1997). Una corriente nueva en varias discusiones recientes es que la economía romana contenía elementos tanto de logros como de subdesarrollo (de Bloiset al. 2002, p. xiii–xviii; Jongman, 2002, p. 43-7; Mattingly y Salmon, 2001b, p. 8-11). En este capítulo revisaré brevemente algunos de los puntos principales del debate teórico y luego formularé observaciones sobre diversas áreas de la actividad económica que, pienso, ilustrarán tanto las controversias como el potencial de evidencia del que ahora se dispone acerca de la economía romana.

    Las contribuciones de Hopkins al debate han sido importantes pues introdujeron una serie de modificaciones y observaciones de la visión primitivista (Hopkins 1978c y d, 1980, 1983a y b, 1995/6; K. Greene 1986, p. 9-16, para un resumen útil). Él ha propuesto que entre el 200 a.C. y el 200 d.C., la producción agrícola total y la cantidad de tierra cultivada creció, acompañada por un incremento tanto en población como en producción per cápita; una mayor proporción de la población en este período estaba ocupada en industrias de producción no agraria y servicios; el comercio interregional de manufacturas y productos primarios alcanzó su pico; los impuestos en el mundo romano pueden haber sido un estímulo al comercio (de Blois y Rich, 2002; Garnsey y Whittaker, 1998; A. H. M. Jones, 1964, 1974; Wickham, 1988; Whittaker y Garnsey, 1998). La naturaleza de la economía romana cambió considerablemente en la antigüedad tardía, con el comercio interregional disminuyendo en el Occidente, pero expandiéndose inicialmente en el Oriente después de la fundación de Constantinopla (Kingsley y Decker, 2001). En conjunto, la transición a la edad oscura fue más lenta de lo que alguna vez se creyó, pero la desintegración del imperio tuvo indudablemente repercusiones en su economía (Liebeschuetz, 2002).

    La naturaleza de las evidencias relacionadas con la economía romana es muy desigual. Las fuentes literarias son escasas, y reflejan tanto las costumbres sociales de la época como la realidad (téngase en cuenta que las clases altas romanas profesaban que “de todas las actividades por las cuales los hombres ganan su sustento ninguna es mejor que la agricultura […] nada más adecuado para un hombre libre”; Cic. Off. 1.152). La evidencia documental en forma de papiros y tablillas escritas está limitada a pocos lugares, más notablemente Egipto, y su representatividad ha sido muy debatida. Hay una escasez de datos cuantitativos antiguos sobre la economía romana y nuestros puntos de vista sobre las actitudes antiguas están fuertemente teñidos por los comentarios de menosprecio de los aristócratas romanos con respecto al comercio. Hablando socialmente, la agricultura y la propiedad de la tierra eran las más respetables fuentes de riqueza; la manufactura y el comercio eran despreciados. Pero existe una amplia evidencia que sugiere que incluso los senadores eran reacios a pasar por alto del todo las posibilidades no agrarias de hacer dinero, y evitaban el estigma social usando esclavos y libertos para velar por sus intereses en tales empresas, o con préstamos anticipados (D’Arms, 1981). El involucramiento de la elite incluso puede haber sido mayor fuera de Italia, ya que hay aún menos evidencia con respecto a las actitudes de la clase curial provincial acerca de la manufactura y el comercio.

    La evidencia arqueológica es cada vez más abundante, pero también está sesgada por factores de preservación. Los productos orgánicos, como alimentos, productos animales, artefactos de madera y textiles, están pobremente conservados en la mayoría de los restos arqueológicos, pero son comprobadamente elementos claves de comercio en cualquier era del pasado. Este es el caso en especial de los textiles –su primacía en el edicto de precios de Diocleciano es destacable– aunque la evidencia arqueológica sea difícil de conseguir (Drinkwater, 2001, 2002; A. Wilson, 2001). Por cierto, otros valiosos objetos como los artículos de vidrio y metal, podían ser reciclados y están desproporcionadamente infrarrepresentados en los restos de basura. Las cerámicas son el material arqueológico más abundante, su cantidad refleja su característica fragilidad más que su valor económico. No obstante, los vasos cerámicos serán también contenedores para otros productos como el aceite de oliva, las salsas de pescado, vino, o eran comerciados junto con productos ahora desaparecidos y así se presentan como indicios del comercio de esos otros bienes. Algunas de las mejores evidencias arqueológicas del comercio antiguo provienen de los naufragios, donde la composición y la cuantificación de cargas casi intactas a veces puede ser calculada (A. J. Parker, 1992). Es generalmente aceptado que la economía romana se basaba predominantemente en la producción agrícola, mucha de la cual estaba cerca o en los niveles de subsistencia. Sin embargo, en muchas regiones del imperio romano, tras la incorporación de la tierra dentro del imperio mismo hubo cambios significativos en los asentamientos rurales y en la producción (Barker y Lloyd, 1991; Carlsen et al., 1994; Garnsey, 2000; K. Greene, 1986, p. 67-141; Rich y Wallace-Hadrill, 1991). La conquista de enormes territorios ofreció oportunidades sin precedentes para la reorganización de la distribución de la posesión de la tierra. El sistema impositivo romano también puede haber tenido un impacto, pero fue sobre todo la organización del trabajo y la producción por las elites locales que operaban dentro de un nuevo esquema, que suponía que significativos excedentes podían ser generados de una especialización de cultivos sin precedentes a escala regional. La evidencia más clara de tales cambios puede ser ubicada en áreas como el norte de África, donde muchas regiones desarrollaron una clara especialización en la producción de aceite de oliva, con una significativa capacidad de exportación (D. J. Mattingly, 1988a).

    Es también cada vez más reconocido que el sector no agrícola de la economía romana fue de una considerable importancia a escala regional y que algunas ciudades mostraron un grado de especialización en sus actividades comerciales y/o manufactureras (Mattingly y Salmon, 2001a). La escala y relevancia de la industria de la construcción en las principales ciudades puede ser ahora mejor evaluada (De Laine 1997, 2000, 2001), junto con la infraestructura de otras industrias de servicio. La imagen de que la mayoría de las ciudades eran consumidoras pasivas de la producción rural local no es más sostenible. Uno de los mayores frenos al desarrollo de la economía romana era la relativa dificultad de las comunicaciones del imperio y las limitaciones de sus sistemas de transporte. Se ha sugerido que era más barato transportar grano por barco de un lado al otro del Mediterráneo, que moverlo 75 millas por tierra (Jones, 1964, p. 841-2). Esta visión pesimista del transporte por tierra es reforzada por estudios de los costos de transporte en el mundo romano por mar: río: tierra, que pueden ser expresados en la relación 1: 4.9: 28 (K. Greene, 1986, p. 39-40). Sin embargo, estas visiones deterministas no toman en cuenta otros factores que pueden haber contribuido a la organización del transporte, como el riesgo, la estacionalidad o la falta de alternativas. En la práctica, estudios detallados de los caminos romanos, el transporte fluvial y el tráfico marítimo, sostienen la visión de que en particular los dos primeros siglos d.C. presenciaron un crecimiento sustancial en la escala y el volumen del transporte en todas estas áreas (K. Greene, 1986, p. 17-44; Laurence, 1998; A. J. Parker, 1992, p. 16-30; Rougé, 1981).

    Es evidente que la economía romana no era una entidad homogénea, sino que había diferencias infraestructurales y regionales importantes que entraban en juego en todo el imperio. El grado de “conectividad” dentro y entre las regiones permanece incierto (Horden y Purcell, 2000). Sin embargo, la falta de uniformidad no debería ocasionar sorpresa en un imperio que se extendió sobre un área de más de 3.5 millones de kilómetros cuadrados (la misma área está dividida hoy en más de 30 Estados nación), con una población de más de 50 millones de personas. Lo que es más notable es el grado de interconectividad e integración alcanzado en un territorio de este tamaño (Fulford, 1987; Woolf, 1992).

    En el corazón del imperio se encuentra una ciudad excepcionalmente grande y atípica (Morley, 1996; Pleket, 1993a). Un ingrediente clave de la economía romana era el componente de control estatal ocasionado por las elaboradas distribuciones, conocidas como el sistema de annona, establecido para asegurar la provisión de alimentos de la ciudad de Roma y del ejército (Aldrete y Mattingly, 1999; Garnsey, 1988; Sirks, 1991; Whittaker, 1994, p. 98–130). A principios del principado no había una flota mercante estatal, así que el acarreo de cargas a Roma estaba regulado por pagos de subsidios (vecturae) y otros incentivos a navegantes privados.

    Estos mecanismos redistributivos estatales de comercio eran sin duda más influyentes en ciertas localidades y en determinadas épocas, más que general o uniformemente a través del espacio y el tiempo, pero de todas maneras funcionaban como un mecanismo que integraba economías regionales (Remesal Rodríguez, 2002; Woolf, 1992). Es claro que el comercio mercantil desarrollado junto al sistema redistributivo era, en algunas rutas comerciales, inseparable de él (K. Greene, 1986, p. 45-8; W. V. Harris, 1993b, p. 14-20). Otros mecanismos de intercambio como los regalos individuales, la redistribución de los productos de la elite desde sus fincas a sus casas urbanas y otras propiedades, y el trueque, probablemente persistieron y jugaron siempre un rol (Whittaker, 1985). En suma, podemos distinguir diferencias regionales en la actividad económica y el éxito, indicando que no había una única economía integrada, sino más bien una serie de regiones interdependientes económicamente.


    2.1: Introducción. Teoría y evidencia is shared under a CC BY-NC-SA 4.0 license and was authored, remixed, and/or curated by David Mattingly, Traducción: Dr. Diego Santos, Revisión: Dr. Sergio González Sánchez.