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1.4.1: De La Relación de Alvar Núñez Cabeza de Vaca

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    (1542)

    Capítulo XV

    LO QUE NOS FASTIDIA ENTRE LA GENTE DEL MALHADO.

    En una Isla de la que he hablado, quisieron hacernos médicos sin examen ni pedir diplomas. Curan soplando sobre los enfermos, y con ese aliento y la imposición de manos echan fuera la enfermedad. Ordenaron que nosotros también hiciéramos esto, y que de alguna manera les fuera de utilidad. Nos reímos de lo que hacían, diciéndoles que era una locura, que no sabíamos cómo sanar. En consecuencia, nos retuvieron comida hasta que debiéramos practicar lo que requerían. Al ver nuestra persistencia, un indio me dijo que no sabía lo que pronunciaba, al decir que lo que sabía no servía de nada; porque las piedras y otros asuntos que crecían en los campos, tienen virtud, y que pasar un guijarro por el estómago le quitaría el dolor y restauraría la salud, y ciertamente entonces nosotros los que estábamos los hombres extraordinarios deben poseer poder y eficacia sobre todas las demás cosas. Al fin, encontrándonos en gran necesidad estábamos obligados a obedecer; pero sin miedo para que no se nos culpe de ningún fracaso o éxito.

    Su costumbre es, al encontrarse enfermos para mandar por un médico, y después de que él haya aplicado la cura, le dan no sólo todo lo que tienen, sino que buscan entre sus familiares más para dar. El practicante escarifica sobre el asiento del dolor, y luego chupa sobre la herida. Hacen cauterias con fuego, un remedio entre ellos de alta reputación, que me he probado y he encontrado beneficio de ello. Después soplan en el acto, y una vez terminado, el paciente considera que está aliviado.

    Nuestro método era bendecir a los enfermos, respirando sobre ellos, y recitar un Paternoster y una Ave María, orando con toda seriedad a Dios nuestro Señor para que él diera salud e influyera en ellos para que nos hiciera algún buen retorno. En su clemencia quiso que todos aquellos por quienes suplicamos, dijeran a los demás que estaban sanos y en salud, directamente después de que hicimos la señal de la bendita cruz sobre ellos. Para ello los indios nos trataron amablemente; se privaron de alimentos que pudieran darnos, y nos presentaron pieles y algunas bagatelas.

    Tan prolongado fue el hambre que allí experimentamos, que muchas veces estuve tres días sin comer. Los nativos también aguantaron tanto; y me pareció algo imposible que la vida pudiera prolongarse tanto, aunque después me encontré en mayor hambre y necesidad, de lo que hablaré más adelante.

    Los indios que tenían a Alonzo del Castillo, Andrés Dorantes, y los demás que permanecieron vivos, eran de una lengua y ascendencia diferente a éstos, y se dirigieron a la orilla opuesta de la principal a comer ostras, donde se quedaron en pie hasta el primer día de abril, cuando regresaron. La distancia es de dos leguas en la parte más ancha. La isla tiene media liga de ancho y cinco leguas de longitud.

    Los habitantes de toda esta región se desnudan. Las mujeres solas tienen cubierta alguna parte de sus personas, y es con una lana que crece en los árboles. Las damiselas se visten de piel de ciervo. El pueblo es generoso el uno con el otro de lo que posee. No tienen jefe. Todos los que son de un linaje se mantienen unidos. Hablan dos idiomas; los de uno se llaman Capoques, los del otro, Han. Tienen una costumbre cuando se encuentran, o de vez en cuando cuando visitan, de quedarse media hora antes de que hablen, llorando; y, esto terminado, el que se visita primero se levanta y le da al otro todo lo que tiene, que se recibe, y después de un rato se lo lleva, y muchas veces no hace falta decir una palabra. Tienen otras costumbres extrañas; pero le he dicho al director de ellos, y lo más destacable, que pueda transmitir y relatar más lo que nos fastidia.

    Capítulo XVI

    LOS CRISTIANOS ABANDONAN LA ISLA DEL MALHADO.

    Después de que Dorantes y Castillo regresaron a la Isla, reunieron a los cristianos, que estaban algo separados, y los encontraron en total catorce. Como ya he dicho, yo estaba enfrente en la principal, donde me habían llevado mis indios, y donde me había sobrevenido una enfermedad tan grande, que si algo antes me había dado esperanzas de vida, esto bastaba para haberme despojado por completo de ellas.

    Cuando los cristianos se enteraron de mi condición, le dieron a un indio el manto de pieles de marta que le habíamos quitado al cacique, como antes se relacionaba, para pasarlos a donde yo estaba para que me visitaran. Doce de ellos cruzaron; pues dos eran tan débiles que sus compañeros no podían aventurarse a traerlos. Los nombres de los que vinieron fueron Alonzo del Castillo, Andrés Dorantes, Diego Dorantes, Yaldevieso, Estrada, Tostado, Chaves, Gutiérrez, Asturiano un clérigo, Diego de Huelva, Estevarico un negro, y Benítez; y al llegar a la tierra principal, encontraron a otro, que era uno de nuestra compañía, llamado Francisco de León. Los trece juntos siguieron a lo largo de la costa. Por lo que en cuanto llegaron, mis indios me informaron de ello, y que Hieronymo de Alvaniz y Lope de Oviedo permanecieron en la isla. Pero la enfermedad me impidió ir con mis compañeros o incluso verlos.

    Me vi obligado a permanecer con las personas pertenecientes a la isla más de un año, y por el arduo trabajo que me pusieron y el duro trato, resolví huir de ellos e ir a los de Charruco, que habitan los bosques y país de lo principal, siendo insoportable la vida que llevé. Además de mucho otro trabajo, tuve que sacar raíces de debajo del agua, y de entre la caña donde crecían en el suelo. De este empleo tenía mis dedos tan gastados que hacía una pajita pero tocarlos sangrarían. Muchas de las cañas están rotas, por lo que muchas veces me rasgaron la carne, y tuve que ir en medio de ellas solo con la ropa puesta que he mencionado.

    En consecuencia, me puse a idear cómo podría llegar a los demás indios, entre los cuales los asuntos se volvieron algo más favorables para mí. Me puse a traficar, y me esforcé por rentabilizar mi empleo de la manera que mejor pude idear, y por eso conseguí comida y buen trato. Los indios me rogarían ir de un cuarto a otro por cosas de las que tienen necesidad; pues como consecuencia de las incesantes hostilidades, no pueden atravesar el país, ni hacer muchos intercambios. Con mi mercancía y comercio entré al interior por lo que me plazca, y viajé por la costa cuarenta o cincuenta leguas. Los principales productos fueron conos y otras piezas de caracol de mar, caracolas utilizadas para cortar y fruta como frijol de mayor valor entre ellos, que utilizan como medicina y emplean en sus bailes y festividades. Entre otros asuntos se encontraban las cuentas de mar. Tal fue lo que llevé al interior; y en trueque conseguí y me devolví pieles; ocre con el que rozan y colorean la cara, bastones duros de los cuales para hacer flechas, tendones, cemento y pedernal para las cabezas, y borlas del pelo de venado que al teñir hacen rojo. Esta ocupación me venía bien; porque el viaje me permitió la libertad de ir a donde quisiera, no estaba obligada a trabajar, y no era esclava. Dondequiera que iba recibí un trato justo, y los indios me dieron a comer por respeto a mis mercancías. Mi principal objetivo, mientras viajaba en este negocio, era averiguar la manera por la que debía seguir adelante, y me hice bien conocida. Los habitantes se alegraron cuando me vieron, y yo les había traído lo que querían; y los que no me conocían buscaban y deseaban el conocido, por mi reputación. Las penurias que pasé en esto fueron largas de contar, así como de peligros y privaciones como de tormentas y frío. Muchas veces me alcanzaban solo y en el desierto; pero salí de todos ellos por la gran misericordia de Dios, nuestro Señor. Por ellos evité perseguir el negocio en invierno, una temporada en la que los propios nativos se retiran a sus chozas y ranchos, tórpidos e incapaces de ejercer.

    Estuve en este país casi seis años, sola entre los indios, y desnuda como ellos. El motivo por el que permanecí tanto tiempo, fue que podría llevar conmigo al cristiano, Lope de Oviedo, de la isla; Alaniz, su compañero, que había sido dejado con él por Alonzo del Castillo, Andrés Dorantes y el resto, murió poco después de su partida; y para sacar al sobreviviente de ahí, me acerqué al isla cada año, y le suplicaba que fuéramos, de la mejor manera que pudiéramos idear, en busca de los cristianos. Me desanimaba cada año, diciendo que en la próxima venida empezaríamos. Al fin lo bajé, cruzándolo sobre la bahía, y sobre cuatro ríos de la costa, ya que no podía nadar. De esta manera continuamos con algunos indios, hasta llegar a una bahía una liga de ancho, y en todas partes profundas. Desde la aparición suponíamos que era aquello que se llama Espiritu Sancto. Conocimos a algunos indios del otro lado, viniendo a visitar los nuestros, quienes nos dijeron que más allá de ellos había tres hombres como nosotros, y dieron sus nombres. Preguntamos por los demás, y nos dijeron que todos estaban muertos de frío y hambre; que los indios más adelante, de los cuales eran, por su desvío habían matado a Diego Dorantes, Valdevieso, y Diego de Huelva, porque salieron de una casa por otra; y que otros indios, sus vecinos con los que el Capitán Dorantes estaba ahora, tuvo como consecuencia de un sueño, mató a Esquivel y Méndez. Preguntamos cómo estaban situados los vivos, y ellos respondieron que estaban muy mal utilizados, los chicos y algunos de los indios estando muy ociosos, por crueldad les dio muchas patadas, esposas y golpes con palos; que tal era la vida que llevaban.

    Queríamos estar informados del país que tenía delante, y de la subsistencia: decían que no había nada para comer, y que era delgado de gente, que padecía de frío, sin pieles ni otras cosas para cubrirlos. Nos dijeron también si deseábamos ver a esos tres cristianos, dos días a partir de ese momento los indios que los tenían vendrían a comer nueces una liga de ahí al margen de ese río; y que pudiéramos saber lo que nos dijeron del mal uso para ser verdad, abofetearon a mi compañero y lo golpearon con un palo, y yo no se quedó sin mi porción. Muchas veces nos tiraban grumos de barro, y todos los días nos metían sus flechas en el corazón, diciendo que se inclinaban a matarnos de la manera en que habían destruido a nuestros amigos. Lope Oviedo, mi camarada, con miedo dijo que deseaba volver con las mujeres de las que habían cruzado la bahía con nosotros, habiéndose quedado atrás los hombres a cierta distancia. Yo contendí fuertemente contra su regreso, e insté a mis objeciones; pero de ninguna manera podría retenerlo. Entonces él volvió, y yo me quedé solo con esos salvajes. Se llaman Quevenes, y aquellos con los que regresó, Deaguanes.

    Capítulo XIX

    NUESTRA SEPARACIÓN POR LOS INDIOS.

    Cuando terminaron los seis meses, tuve que pasar con los cristianos para poner en ejecución el plan que habíamos concertado, los indios iban tras las chumberas, el lugar en el que crecieron estando a treinta leguas de descuento y cuando nos acercamos al punto de vuelo, aquellos entre los que estábamos, se peleaban por una mujer. Después de golpear con los puños, calentarse con palos y magullar las cabezas con gran ira, cada uno tomó su logia y siguió su camino, de donde se hizo necesario que los cristianos también se separaran, y de ninguna manera podríamos unirnos hasta un año más.

    En este tiempo pasé una vida dura, causada tanto por el hambre como por el mal uso. Tres veces me vi obligado a huir de mis amos, y cada vez que iban en persecución y se esforzaban por matarme; pero Dios nuestro Señor en su misericordia escogió protegerme y preservarme; y cuando volvió la temporada de las chumberas, volvimos a reunirnos en el mismo lugar. Después de que habíamos arreglado nuestra fuga, y fijado una hora, ese mismo día los indios se separaron y todos regresaron. Les dije a mis compañeros que los esperaría entre las plantas de nopal hasta que la luna estuviera llena. Este día fue el primero de septiembre, y el primero de la luna; y dije que si en este tiempo no venían como habíamos acordado, me iría e iría solo. Entonces nos separamos, yendo cada uno con sus indios. Yo permanecí con la mía hasta el decimotercer día de la luna, habiendo determinado huir a los demás cuando debería estar llena.

    En este momento Andrés Dorantes llegó con Estevanico y me informó que habían dejado Castillo con otros indios cercanos, llamados Lanegados; que se habían encontrado con grandes obstáculos y vagaban por perdidos; que al día siguiente los indios, entre los que estábamos, se trasladarían a donde estaba Castillo, e iban a unirnos con quienes lo retuvieron y hacerse amigos, habiendo estado en guerra hasta entonces, y que de esta manera deberíamos recuperar Castillo.

    Teníamos sed todo el tiempo comimos las peras, las cuales apagamos con su jugo. Lo atrapamos en un agujero hecho en la tierra, y cuando estaba lleno bebíamos hasta que nos satisfimos. Es dulce, y el color del mosto. De esta manera lo recogen por falta de embarcaciones. Hay muchos tipos de chumbos, entre ellos algunos muy buenos, aunque todos me parecieron así, el hambre nunca me había dado tiempo libre para elegir, ni para reflexionar sobre cuáles eran los mejores.

    Casi todas estas personas beben agua de lluvia, que se encuentra en lugares. A pesar de que hay ríos, como los indios nunca tienen habitaciones fijas, no hay lugares familiares o conocidos para obtener agua. En todo el país se encuentran extensas y hermosas llanuras con buenos pastos; y creo que sería una región muy fructífera si estuviera trabajada y habitada por hombres civilizados. En ninguna parte vimos montañas.

    Estos indios nos dijeron que había otra gente siguiente antes de nosotros, llamados Camones, que vivían hacia la costa, y que habían matado a la gente que venía en la barca de Peñalosa y Tellez, quienes llegaron tan débilmente que aun siendo asesinados no podían ofrecer resistencia, y todos quedaron destruidos. Nos mostraron su ropa y sus brazos, y nos dijeron que el bote yacía ahí varado. Esta, la quinta embarcación, había permanecido hasta entonces en paradero desconocido. Ya dijimos cómo se había llevado a mar la embarcación del Gobernador, y la de la Contraloría y los Frailes había sido desechada en la costa, de la cual Eschevel narró el destino de los hombres. Una vez hemos contado cómo las dos embarcaciones en las que veníamos Castillo, yo y Dorantes, se hundieron cerca de la Isla de Malhado.

    Capítulo XX

    DE NUESTRA FUGA.

    Al segundo día después de habernos mudado, nos encomiamos a Dios y partimos con rapidez, confiando, a pesar de todo lo avanzado de la temporada y que las chumberas estaban a punto de terminar, con el mástil que permanecía en el bosque, todavía podríamos estar habilitados para transitar por un amplio territorio. Corriendo ese día con gran temor para que los indios no nos alcanzaran, vimos algunos fumos, y yendo en dirección a ellos llegamos allí después de vísperas, y encontramos a un indio. Corrió mientras nos descubrió que veníamos, no estando dispuesto a esperarnos. Enviamos al negro tras él, cuando se detuvo, viéndolo solo. El negro le dijo que estábamos buscando a la gente que hizo esos incendios. Contestó que sus casas estaban cerca, y él nos guiaría hasta ellas. Entonces le seguimos. Corrió para dar a conocer nuestro acercamiento, y al atardecer vimos las casas. Antes de nuestra llegada, a la distancia de dos disparos de arco en cruz de ellos, encontramos a cuatro indios, que nos esperaron y nos recibieron bien. Decíamos en el idioma de los Mariames, que veníamos a buscarlos. Evidentemente estaban satisfechos con nuestra compañía, y nos llevaron a sus viviendas. Dorantes y el negro fueron alojados en la casa de un médico, Castillo y yo en la de otro.

    Estas personas hablan un idioma diferente, y se llaman Avavares. Son los mismos que llevaban arcos a aquellos con quienes antes vivíamos, yendo al tráfico con ellos, y aunque son de una nación y lengua diferentes, entienden el otro idioma. Llegaron ese día con sus logias, al lugar donde los encontramos. La comunidad nos trajo directamente muchísimas peras espinosas, habiendo escuchado de nosotros antes, de nuestras curas, y de las maravillas que nuestro Señor hizo por nosotros, que aunque no había habido otras, eran adecuadas para abrirnos caminos a través de un país pobre como este, para darnos gente donde muchas veces no hay, y para conducirnos a través de peligros inminentes, no permitiendo que nos maten, sosteniéndonos bajo gran necesidad, y poniendo en esas naciones el corazón de bondad, como nos relacionaremos más adelante.

    Capítulo XXI

    NUESTRA CURA DE ALGUNOS DE LOS AFLIGIDOS.

    Esa misma noche de nuestra llegada, algunos indios llegaron a Castillo y le dijeron que tenían un gran dolor en la cabeza, rogándole que los curara. Después de que él hizo sobre ellos la señal de la cruz, y los encomió a Dios, instantáneamente dijeron que todo el dolor había dejado, y fueron a sus casas llevándonos chumbos, con un trozo de carne de venado, cosa para nosotros poco conocida. A medida que se difundió el reporte de las actuaciones de Castillo, muchos vinieron a nosotros esa noche enfermos, que deberíamos curarlos, cada uno trayendo un trozo de carne de venado, hasta que la cantidad se hizo tan grande que no sabíamos dónde disponer de ella. Le dimos muchas gracias a Dios, pues cada día iba aumentando su compasión y sus dones. Después de que los enfermos fueron atendidos, comenzaron a bailar y cantar, haciéndose festivos, hasta el amanecer; y a causa de nuestra llegada, el regocijo se continuó durante tres días.

    Cuando estos terminaron, preguntamos a los indios sobre el país más adelante, la gente que deberíamos encontrar en él, y sobre la subsistencia ahí. Ellos nos respondieron, que en toda la región abundaban las plantas de nopal; pero el fruto ya estaba recogido y todo el pueblo había regresado a sus casas. Dijeron que el país estaba muy frío, y que había pocas pieles. Reflexionando sobre esto, y que ya era invierno, resolvimos pasar la temporada con estos indios.

    Cinco días después de nuestra llegada, todos los indios se fueron, llevándonos con ellos a recoger más chumbos, donde había otros pueblos que hablaban distintas lenguas. Después de caminar cinco días con gran hambre, ya que en el camino no había forma de fruta, llegamos a un río y pusimos nuestras casas. Luego fuimos a buscar el producto de ciertos árboles, que es como los guisantes. Como no hay caminos en el país, estuve detenido algún tiempo. Los demás regresaron, y viniendo a buscarlos en la oscuridad, me perdí. Gracias a Dios encontré un árbol ardiente, y en el calor del mismo pasó el frío de esa noche. Por la mañana, cargándome de palos, y llevándome dos marcas conmigo, volví a buscarlas. De esta manera vagé cinco días, siempre con mi fuego y mi carga; porque si la madera me hubiera fallado donde no se pudo encontrar ninguna, ya que muchas partes están sin ninguna, aunque podría haber buscado palos en otra parte, no habría habido fuego para encenderlos. Esta fue toda la protección que tenía contra el frío, mientras caminaba desnuda como nací. Yendo a los bosques bajos cerca de los ríos, me preparé para pasar la noche, deteniéndome en ellos antes del atardecer. Yo hice un agujero en el suelo y tiré combustible que los árboles proporcionaban abundantemente, recolectados en buena cantidad de los que estaban caídos y secos. Sobre el conjunto hice cuatro fuegos, en forma de cruz, que observaba e hice de vez en cuando. También recogí algunos haces de la paja gruesa que allí abunda, con la que me tapé en el agujero. De esta manera estaba resguardada por la noche del frío. En una ocasión mientras dormía, el fuego cayó sobre la paja, cuando empezó a arder tan rápido que a pesar de la prisa que hice para salir de ella, llevé algunas marcas en mi cabello del peligro al que me expuse. Todo esto mientras no probé un bocado, ni encontré nada de lo que pudiera comer. Mis pies estaban descalzos y sangraban mucho. Por la misericordia de Dios, el viento no sopló desde el norte en todo este tiempo, de lo contrario debería haber muerto.

    Al final del quinto día llegué al margen de un río, donde encontré a los indios, que con los cristianos, me habían considerado muerto, suponiendo que me había picado una víbora. Todos se regocijaron al verme, y la mayoría también lo fueron mis compañeros. Decían que hasta ese momento habían luchado con gran hambre, que era la causa de que no me hubieran buscado. Por la noche, todos me dieron sus chumbos, y a la mañana siguiente nos dirigimos a un lugar donde estaban en gran cantidad, con lo que satisfimos nuestro gran anhelo, los cristianos dando gracias a nuestro Señor que alguna vez nos había dado su auxilio.


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