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5.2: Carta sobre la revuelta del pueblo

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    93054
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    Carta del gobernador y capitán general, don Antonio de Otermin, de Nuevo México, en la que le da un relato completo de lo que le ha sucedido desde el día en que los indios lo rodearon. [8 de septiembre de 1680.]

    MI MUY REVERENDO PADRE, Señor, y amigo, muy querido Fray Francisco de Ayeta: Ha llegado el momento en que, con lágrimas en los ojos y profundo dolor en mi corazón, empiezo a dar cuenta de la lamentable tragedia, como nunca antes había ocurrido en el mundo, que ha ocurrido en este miserable reino y santo custodia, habiéndolo permitido así Su divina Majestad por mis graves pecados. Antes de comenzar mi narración, deseo, como una persona obligada y agradecida, darle a su reverencia el agradecimiento debido por las demostraciones de afecto y amabilidad que ha dado en su solicitud al determinar e indagar por avisos definitivos tanto sobre mi vida como la del resto en este miserable reino, en medio de informes persistentes que habían circulado sobre las muertes de mí y de los demás, y por no escatimar ningún tipo de esfuerzo ni grandes gastos. Por esto, solo el Cielo puede recompensar tu reverencia, aunque no dudo que Su Majestad (que Dios lo guarde) lo hará.

    Después de que envié mi última carta a su reverencia por el maese de campo, Pedro de Leiva, mientras se preparaban las cosas necesarias por igual para la escolta y en la forma de provisiones, para el despacho más expedito de los vagones que regresaban y sus guardias, como me había ordenado tu reverencia, recibí información de que se estaba formando un complot para un levantamiento general de los indios cristianos y se estaba extendiendo rápidamente. Esto era totalmente contrario a la paz y tranquilidad existentes en este miserable reino, no sólo entre los españoles y nativos, sino incluso por parte del enemigo pagano, pues hacía mucho tiempo que no nos habían hecho algún daño considerable. Fue mi desgracia que me enteré de ello en la víspera del día fijado para el inicio de dicho levantamiento, y aunque de inmediato, en ese instante, notificé al teniente general en el río bajo y a todos los demás alcaldes mayores-para que pudieran tomar todos los cuidados y precauciones contra lo que pudiera ocurrir, y para que pudieran hacer todo lo posible para resguardar y proteger a los ministros religiosos y a los templos-la astucia y astucia de los rebeldes fueron tales, y tan grandes, que mis esfuerzos fueron de poco provecho. A esto se le sumó cierto grado de negligencia por razón de que el reporte del levantamiento no se le había dado toda la credibilidad, como se desprende de la facilidad con que capturaron y mataron tanto a quienes escoltaban a algunos de los religiosos, así como a algunos ciudadanos en sus casas, y, particularmente, en la esfuerzos que hicieron para evitar que pasaran mis órdenes al teniente general. Este era el lugar donde estaban la mayoría de las fuerzas del reino, y del que podía esperar alguna ayuda, pero de tres órdenes que envié al dicho teniente general, ninguna llegó a sus manos. El primer mensajero fue asesinado y los demás no pasaron más allá de Santo Domingo, por haber encontrado en el camino el cierto aviso de las muertes de los religiosos que se encontraban en ese convento, y del alcalde alcalde, algunos otros guardias, y seis españoles más a quienes capturaron en esa carretera. A esto se suma la situación de este reino que, como sabe su reverencia, hace que sea tan fácil para los dichos rebeldes [indios] llevar a cabo sus designios malignos, pues está compuesto enteramente por estancias, bastante distantes unas de otras.

    En vísperas del día del glorioso San Lorenzo, habiendo recibido aviso de dicha rebelión por parte de los gobernadores de Pecos y Tanos, quienes dijeron que dos indios habían salido de las Teguas, y particularmente de los pueblos de Tesuque, a los que pertenecían, para avisarles que vinieran y se unieran a la revuelta, y que ellos [los gobernadores] vinieron a contarme de ello y de cómo no estaban dispuestos a participar en tal maldad y traición, diciendo que ahora consideraban a los españoles como sus hermanos, les agradecí su amabilidad al dar el aviso y les dije que fueran a sus pueblos y se quedaran callados. De inmediato me dediqué a dar las órdenes mencionadas, las cuales mencioné a su reverencia, y a la mañana siguiente cuando estaba a punto de ir a misa llegó Pedro Hidalgo, quien había ido al pueblo de Tesuque, acompañando al padre Fray Juan Pio, quien fue allí a decir misa. Me dijo que los indios de dicho pueblo habían matado al dicho padre Fray Pío y que él mismo había escapado milagrosamente. También me dijo que los citados indios se habían retirado a la sierra con todo el ganado y caballos pertenecientes al convento, y con los suyos propios.

    El recibo de esta noticia nos dejó a todos en el estado que mi ser imaginado. De inmediato y al instante mandé al maese de campo, Francisco Gómez, con un escuadrón de soldados suficientes para investigar este caso y también para intentar extinguir la llama de la ruina ya iniciada. Regresó aquí el mismo día, diciéndome que el reporte de la muerte del dicho Fray Juan Pio era cierto. dijo también que esa misma mañana había sido asesinado el padre Fray Tomas de Torres, guardián de Nambe, y su hermano, con la esposa y un hijo de este último, y otro residente de Taos, y también Padre Fray Luis de Morales, guardián de San Ildefonso, y la familia de Francisco de Ximénez, su esposa y familia, y doña Petronila de Salas con diez hijos e hijas; y que habían robado y profanado los conventos y habían robado todas las haciendas de los asesinados y también todos los caballos y ganado de esa jurisdicción y La Canada.

    Al recibir esta noticia de inmediato notificé al alcalde alcalde de ese distrito para que reuniera en un cuerpo a todas las personas de su casa, y le dije que asesorara de inmediato al alcalde alcalde de Los Taos para que hiciera lo mismo. Ese mismo día recibí el aviso de que dos miembros de un convoy habían sido asesinados en el pueblo de Santa Clara, otros seis habían escapado en vuelo. También al mismo tiempo el alcalde sargento, Bernabé Márquez, mandó a pedirme auxilio, diciendo que estaba rodeado y duramente presionado por los indios de las naciones Queres y Tanos. Habiendo enviado la ayuda por la que me pidió, y una orden para que esas familias de Los Cerrillos se casaran a la villa, al instante arreglé que toda la gente de ella y sus alrededores se retirara a las casas reales. Creyendo que el levantamiento de los Tanos y Pecos podría poner en peligro a la persona del reverendo padre custodio, le escribí para que partiera enseguida hacia la villa, sin sentirme tranquilizado ni siquiera con la escolta que tomó el teniente, a mis órdenes, pero al llegar con la carta encontraron que los indios tenían ya mataron al dicho padre custodio; el padre Fray Domingo de Vera; el padre Fray Manuel Tinoco, el ministro guardián de San Marcos, quien estaba ahí; y el padre Fray Fernando de Velasco, guardián de Los Pecos, cerca del pueblo de Galisteo, habiendo escapado tan lejos de la furia de los Pecos. Este último mató en ese pueblo a Fray Juan de la Pedrosa, dos mujeres españolas, y tres niños. Allí también murieron a manos de dichos enemigos en Galisteo José Nieto, dos hijos de Maestre de Campo Leiva, Francisco de Anaya, el menor, que estaba con la escolta, y las esposas de Maestre de Campo Leiva y José Nieto, con todas sus hijas y familias. También supe definitivamente en este día que había muerto, en el pueblo de Santo Domingo, los padres Fray Juan de Talaban, Fray Francisco Antonio Lorenzana, y Fray Joseph de Montesdoca, y el alcalde alcalde, Andrés de Peralta, junto con el resto de los hombres que acudieron como escolta.

    Verme con avisos de tantas y tan prematuras muertes, y que no haber recibido ninguna palabra del teniente general probablemente se debió a que se encontraba en la misma exigencia y confusión, o que los indios habían matado a la mayoría de los del río bajo, y considerando también eso en el pueblo de Los Taos el padre guardianes de ese lugar y del pueblo de Pecuries podrían estar en peligro, así como el alcalde alcalde y los vecinos de ese valle, y que en todo caso era el único lugar del que pude obtener caballos y ganado- por todas estas razones me esforcé en mandar un relevo de soldados . Al marchar con ese propósito, se enteraron de que en La Canadá, como en Los Taos y Pecuries, los indios se habían levantado en rebelión, uniéndose a los apaches de la nación Achos. En Pecuries habían matado a Francisco Blanco de la Vega; a una mulata perteneciente al maese de campo, Francisco Xavier; y a un hijo de dicha mulata. Poco después me enteré de que también mataron en el pueblo de Taos al padre guardián, Fray Francisco de Mora; y al padre Fray Mathias Rendon, guardián de Pecuries; y Fray Antonio de Pro; y el alcalde alcalde, así como otros catorce o quince soldados, junto con todas las familias de la habitantes de ese valle, todos los cuales estaban juntos en el convento. Entonces envié una orden al alcalde alcalde, Luis de Quintana, para que viniera enseguida a la villa con todas las personas a las que había reunido en su casa, para que, unidos a los que estábamos en las casas reales, pudiéramos esforzarnos por defendernos de las invasiones del enemigo. Se suponía necesariamente que unirían todas sus fuerzas para quitarnos la vida, como se vio más tarde por la experiencia.

    El martes 13 del mencionado mes, alrededor de las nueve de la mañana, te llegaste a la vista de nosotros en el suburbio de Analco, en el campo cultivado de la ermita de San Miguel, y al otro lado del río desde la villa, todos los indios de las naciones Tanos y Pecos y las Queres de San Marcos, armado y dando gritos de guerra. Al enterarme de que uno de los indios que los dirigía era de la villa y había ido a unirme a ellos poco antes, envié algunos soldados para que lo convocaran y le dijeran en mi nombre que podía venir a verme con toda seguridad, para que pudiera averiguar de él el propósito para el que venían. Al recibir este mensaje llegó a donde yo estaba y, como se le conocía, como digo, le pregunté cómo era que también se había vuelto loco -siendo un indio que hablaba nuestro idioma, era tan inteligente, y había vivido toda su vida en la villa entre los españoles, donde le había puesto tanta confianza -y ahora estaba viniendo como líder de los rebeldes indios. Me respondió que lo habían elegido como su capitán, y que llevaban dos pancartas, una blanca y otra roja, y que la blanca significaba paz y la roja guerra. Así, si quisiéramos elegir al blanco debe ser a nuestro acuerdo dejar el país, y si elegimos el rojo, debemos perecer, porque los rebeldes eran numerosos y éramos muy pocos; no había alternativa, por cuanto habían matado a tantos religiosos y españoles.

    Al escuchar esta respuesta, le hablé muy persuasivamente, en el sentido de que él y el resto de sus seguidores eran cristianos católicos, preguntando cómo esperaban vivir sin los religiosos; y dijo que a pesar de que habían cometido tantas atrocidades, todavía había un remedio, porque si volverían a obediencia a Su Majestad serían perdonados; y que así volviera a este pueblo y les dijera en mi nombre todo lo que se le había dicho, y persuadirlos de que aceptaran y se retiraran de donde estaban; y que él iba a aconsejarme de lo que pudieran responder. Regresó de ti después de poco tiempo, diciendo que su pueblo pidió que se les entregara a todas las clases de indios que estaban en nuestro poder, tanto las que estaban al servicio de los españoles como las de la nación mexicana de ese suburbio de Analco. Exigió también que se le entregaran a su esposa e hijos, y de igual manera que se entregaran a ellos todos los hombres y mujeres apaches que los españoles habían capturado en la guerra, en la medida en que algunos apaches que estaban entre ellos pedían por ellos. Si no se hicieran estas cosas declararían la guerra de inmediato, y no estaban dispuestos a abandonar el lugar donde estaban porque estaban esperando a las naciones Taos, Percuries, y Teguas, con cuya ayuda nos destruirían.

    Al ver su determinación, y lo que nos exigieron, y sobre todo el hecho de que no era cierto que hubiera apaches entre ellos, porque estaban en guerra con todos ellos, y que estas parroquias estaban destinadas únicamente a obtener a su esposa e hijos y ganar tiempo para la llegada del otro rebelde naciones para unirse a ellos y asediarnos, y que durante este tiempo estaban robando y saqueando lo que había en dicha ermita y en las casas de los mexicanos, le dije (habiéndole dado todas las amonestaciones precedentes como cristiano y católico) que regresara a su pueblo y les dijera que a menos que inmediatamente desistieron de saquear las casas y se dispersaron, enviaría a alejarlas de allí. Con lo cual volvió, y su pueblo lo recibió con repisas de campanas y trompetas, dando fuertes gritos en señal de guerra.

    Con esto, al ver después de poco tiempo que no sólo no cesaron el saqueo sino que avanzaban hacia la villa con desvergüenza y burla, ordené a todos los soldados que salieran a atacarlos hasta que lograran desalojarlos de ese lugar. Avanzando para ello, se unieron a la batalla, matando a algunos en el primer encuentro. Al verse rechazados, se refugiaron y se fortificaron en dicha ermita y casas de los mexicanos, de las cuales se defendieron una parte del día con las armas de fuego que tenían y con flechas. Nosotros habiendo prendido fuego a algunas de las casas en las que se encontraban, tenerlas así rodeadas y a punto de perecer, apareció en la carretera de Tesuque una banda de las personas a las que esperaban, que eran todas las Teguas. Así fue necesario ir para evitar que estos últimos pasaran a la villa, debido a que las casas reales estaban mal defendidas; tras lo cual los dichos Tanos y Pecos huyeron a la sierra y los dos partidos se unieron, durmiendo esa noche en la sierra de la villa. muchos de los rebeldes permanecieron muertos y heridos, y nuestros hombres se retiraron a las casas reales con un soldado muerto y el maese de campo, Francisco Gómez, y unos catorce o quince soldados heridos, para atenderlos e intrencharnos y fortalecernos lo mejor que pudimos.

    En la mañana del día siguiente, miércoles, vi al enemigo bajar todos juntos de la sierra donde habían dormido, hacia la villa. Montando mi caballo, salí con las pocas fuerzas que tenía para encontrarlos, por encima del convento. El enemigo me vio y se detuvo, preparándose para resistir el ataque. Tomaron una mejor posición, ganando la eminencia de algunos barrancos y maderas gruesas, y comenzaron a dar gritos de guerra, como si me atrevieran a atacarlos.

    Me detuve así por poco tiempo, en formación de batalla, y el enemigo se apartó de la eminencia y se acercó más a las sierras, para ganar la que baja detrás de la casa del maese de campo, Francisco Gómez. Ahí tomaron su posición, y este día pasó sin que tuviéramos más compromisos o escaramuzas de los que ya habían ocurrido, nosotros cuidando que no se arrojaran sobre nosotros y quemaran la iglesia y las casas de la villa.

    Al día siguiente, jueves, el enemigo nos obligó a dar el mismo paso que el día anterior de montar a caballo en formación combativa. Solo hubo algunas escaramuzas ligeras para evitar que se quemaran y saquearan algunas de las casas que estaban a una distancia de la parte principal de la villa. Yo sabía bastante bien que estas tácticas dilatorias eran para dar tiempo a que la gente de las otras naciones que faltaban se uniera a ellas para asediarnos e intentar destruirnos, pero la altura de los lugares en los que se encontraban, tan favorables para ellos y por el contrario tan desfavorables para nosotros, hacía imposible que nosotros para ir y expulsarlos antes de que todos se unan.

    Al día siguiente, viernes, las naciones de los Taos, Pecuries, Jemez y Queres habiéndose reunido durante la noche pasada, cuando llegó la madrugada más de 2 mil 500 indios cayeron sobre nosotros en la villa, fortificándose e intrensionándose en todas sus casas y en las entradas de todas las calles, y cortando nuestras aguas, que viene por el arroyo y el canal de riego frente a las casas reales. Quemaron el templo sagrado y muchas casas en la villa. Tuvimos varias escaramuzas por posesión del agua, pero, al ver que era imposible sostener ni siquiera esto contra ellos, y casi todos los soldados del puesto ya estaban heridos, me esforcé en fortalecerme en las casas reales y hacer una defensa sin salir de sus muros. Los indios eran tan diestros y tan audaces que llegaron a prender fuego a las puertas de la torre fortificada de Nuestra Señora de las Casas Reales, y, viendo tal audacia y el riesgo manifiesto de que corriéramos de que las casas reales prendieran fuego, resolví hacer un sally en la plaza de dichas casas reales con toda mi fuerza disponible de soldados, sin ningún tipo de protección, para intentar impedir el fuego que el enemigo intentaba prender. Con este empeño peleamos toda la tarde, y como el enemigo, como dije anteriormente, se había fortificado y hecho abracas en todas las casas, y tenía bastantes arquebuses, pólvora, y bolas, nos hicieron mucho daño. La noche nos adelantó y a Dios le agradó que desistan un poco de dispararnos con arquebuses y flechas. Pasamos esta noche, como el resto, con mucho cuidado y vigilancia, y sufrimos mucho de sed por la escasez de agua.

    Al día siguiente, sábado, comenzaron al amanecer a presionarnos más y más de cerca con disparos de arma de fuego, flechas y piedras, diciéndonos que ahora no debemos escapar de ellos, y que, además de sus propios números, esperaban la ayuda de los apaches a quienes ya habían convocado. Nos fatigaron mucho en este día, porque todo estaba peleando, y sobre todo padecíamos de sed, como ya estábamos oprimidos por ella. Al anochecer, por el evidente peligro en el que nos encontramos al ganar las dos estaciones donde se montaba el cañón, que teníamos a las puertas de las casas reales, apuntando a las entradas de las calles, para llevarlas al interior era necesario reunir todas las fuerzas que tenía conmigo , porque nos dimos cuenta de que esa era su intención [de los indios]. Al instante todos los dichos rebeldes indios iniciaron un canto de victoria y levantaron gritos de guerra, quemando todas las casas de la villa, y nos mantuvieron en esta posición toda la noche, lo que aseguro que su reverencia fue la más horrible que se pudiera pensar o imaginar, porque toda la villa era una antorcha y en todas partes eran cantos y gritos de guerra. Lo que más nos afligió fueron las espantosas llamas de la iglesia y las burlas y burlas que los miserables y miserables rebeldes indios hicieron de las cosas sagradas, entonando el alabado y las demás oraciones de la iglesia con burlas.

    Encontrarme en este estado, con la iglesia y la villa quemada, y con los pocos caballos, ovejas, cabras y ganado que teníamos sin alimento ni agua por tanto tiempo que muchos ya habían muerto, y el resto estaban a punto de hacerlo, y con tanta multitud de personas, la mayoría niños y mujeres, para que nuestro números en total llegaron a cerca de mil personas, pereciendo con sed -porque no teníamos nada para beber durante estos dos días salvo lo que se había guardado en algunas jarras y jarras que estaban en las casas reales- rodeados de tal llanto de mujeres y niños, con confusión por doquier, decidí llevarme el resolución de salir por la mañana a pelear con el enemigo hasta morir o conquistar. Considerando que la mejor fuerza y armadura eran las oraciones para apaciguar la ira divina, aunque en los días anteriores las pobres las habían hecho con tanto fervor, esa noche les cobré que lo hicieran cada vez más, y le dije al padre guardián y a los otros dos religiosos que dijeran misa por nosotros al amanecer, y exhortar a todos igual al arrepentimiento por sus pecados y a la conformidad con la voluntad divina, y a absolvernos de culpabilidad y castigo. Estas cosas haciéndose, todos los que pudimos montar nuestros caballos, y el resto fuimos a pie con sus arquebuses, y algunos indios que estaban a nuestro servicio con sus arcos y flechas, y en el mejor orden posible dirigimos nuestro rumbo hacia la casa del maese de campo, Francisco Xavier, que era el lugar donde (al parecer) había más gente y donde habían sido más activos y audaces. Al salir de la entrada a la calle se vio que había un gran número de indios. Fueron atacados con fuerza, y aunque resistieron valientemente el primer cargo, finalmente fueron puestos en vuelo, muchos de ellos siendo adelantados y asesinados. Después volteando de inmediato a los que estaban en las calles que conducían al convento, también fueron puestos en vuelo con poca resistencia. Las casas en dirección a la casa del dicho maese de campo, Francisco Xavier, estando todavía llenas de indios que se habían refugiado en ellas, y al ver que el enemigo con el castigo y las muertes que les habíamos infligido en los asaltos primero y segundo se retiraban hacia los cerros, dándonos una poco espacio, pusimos sitio a los que permanecían fortificados en dichas casas. A pesar de que se esforzaron por defenderse, y lo hicieron, viendo que estaban siendo incendiados y que serían quemados hasta la muerte, los que permanecieron vivos se rindieron y se hizo mucho de ellos. Las muertes de ambas partes en este y en los otros encuentros superaron los trescientos indios.

    Encontrándome un poco aliviado por este acontecimiento milagroso, aunque había perdido mucha sangre por dos heridas de flecha que había recibido en la cara y por una notable herida de bala en el pecho el día anterior, inmediatamente me dieron agua al ganado, a los caballos y a la gente. Porque ahora nos encontramos con muy pocas provisiones para tanta gente, y sin esperanza de ayuda humana, considerando que nuestro no haber escuchado en tantos días de la gente del río bajo sería porque todos ellos habían sido asesinados, como los demás en el reino, o al menos de su ser o tener estado en una situación desesperada, con miras a ayudarles y unirme con ellos en un solo cuerpo, para tomar las decisiones más propicias para el servicio de Su Majestad, en la mañana del día siguiente, lunes, me dirigí a La Isleta, donde juzgué que estarían los citados compañeros del río bajo. Confié en la divina providencia, porque me fui sin una corteza de pan ni un grano de trigo o maíz, y sin otra provisión para el convoy de tanta gente excepto cuatrocientos animales y dos carros pertenecientes a particulares, y, para la alimentación, unas pocas ovejas, cabras y vacas.

    De esta manera, y con esta fina disposición, además de unas pequeñas mazorcas de maíz que encontramos en los campos, llegamos hasta el pueblo de La Alameda, donde aprendimos de un viejo indio al que encontramos en un maizefield que el teniente general con todos los vecinos de sus jurisdicciones había dejado unos catorce o quince días antes para regresar a El Paso para encontrarse con los vagones. Esta noticia me puso muy incómoda, por igual porque no me podían persuadir de que él se hubiera ido sin tener noticias de mí así como de todos los demás en el reino, y porque temía que desde su ausencia necesariamente siguiera el abandono de este reino. Al escuchar esta noticia actué de inmediato, enviando a cuatro soldados para adelantar al dicho teniente general y a los demás que lo seguían, con órdenes de que se detuvieran donde quiera que se les ocurriera. Al ir en persecución de ellos, los adelantaron en el lugar de Fray Cristóbal. El teniente general, Alonso García, me adelantó en el lugar de Las Nutrias, y a los pocos días de marcha me encontré con el maese de campo, Pedro de Leiva, con toda la gente a su mando, que escoltaba a estos vagones y que acudieron para cerciorarse de si estábamos muertos o no, como su reverencia tenía le cobró\ que hiciera, y que me encontrara, por delante del tren de abasto. Estaba tan corto de provisiones y de todo lo demás que en el mejor de los casos debería haber comido un poco de maíz durante seis días más o menos.

    Así, después de Dios, el único socorrismo y alivio que tenemos descansa en tu reverencia y en tu diligencia. Por tanto, y para que su reverencia llegue inmediatamente, por la gran importancia para Dios y para el rey de la presencia de su reverencia aquí, envío al dicho maese de campo, Pedro de Leiva, con el resto de los hombres que trajo para que venga como escolta para su reverencia y los vagones o mule-tren en el que esperamos nos traiga alguna asistencia de provisiones. Por la prisa que exige el caso no escribo más extensamente, y por la misma razón no puedo hacer un informe en este momento relativo a lo anterior al señor virrey, porque los autos no están verificados y no ha habido oportunidad de concluirlos. Lo dejaré hasta que su reverencia llegue aquí. Por lo demás me refiero al relato que le dará a su reverencia el padre secretario, Fray Buenaventura de Verganza. Poco a poco voy adelantando a la otra parte, que está a dieciséis leguas de aquí, con el fin de unirme a ellos y discutir si este miserable reino se puede recuperar o no. Para ello no escatimaré ningún medio al servicio de Dios y de Su Majestad, perdiendo mil vidas si las tuviera, ya que he perdido mi patrimonio y parte de mi salud, y derramando mi sangre por Dios. Que me proteja y me permita ver tu reverencia en este lugar a la cabeza del relevo. 8 de septiembre de 1680. Tu sirviente, compatriota y amigo besa la mano de tu reverencia.

    DON ANTONIO DE OTERMIN

    Concuerda con la carta original que se encuentra en los archivos, a partir de la cual se hizo esta copia a la orden de nuestro muy reverendo padre, Fray Francisco de Ayeta, comisario visitador de esta santa custodia. Se copia con exactitud y legalidad, siendo testigos los padres predicadores, Fray Juan Muñoz de Castro, Fray Pedro Gómez de San Antonio, y Fray Felipe Daza, en prueba de lo cual doy esta certificación en este convento de Nuestra Señora de Guadalupe del Río del Norte, 15 de septiembre de 1680.

    FRAY JUAN ALVAREZ, secretario.

    (Traducción de C. W. Hackett, ed., Documentos históricos relativos a Nuevo México, Nueva Vizcaya, y enfoques a los mismos, a 1773, vol. III [Washington: Institución Carnegie de Washington, 1937] pp. 327-35.)


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