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LibreTexts Español

1.10: Libro X

  • Page ID
    92621
    • Homer (translated by Samuel Butler)
    • Ancient Greece

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    Ulises y Diomed salen como espías, y se encuentran con Dolón, quien les da información: luego lo matan, y aprovechándose de lo que les había dicho, matan a Rhesus rey de los tracios y se llevan sus caballos.

    Ahora los otros príncipes de los aqueos durmieron profundamente toda la noche, pero Agamenón hijo de Atreo estaba preocupado, para que no pudiera descansar. Como cuando el señor justo de Juno destella su relámpago en señal de gran lluvia o granizo o nieve cuando los copos de nieve blanquean el suelo, o nuevamente como señal de que abrirá las anchas mandíbulas de la guerra hambrienta, aun así Agamenón lanzó a muchos un fuerte suspiro, porque su alma temblaba dentro de él. Cuando miró la llanura de Troya, se maravilló de los muchos fuegos de vigilancia que ardieron frente a Ilio, y al sonido de las pipas y flautas y del zumbido de los hombres, pero cuando actualmente se volvió hacia las naves y huestes de los aqueos, se rasgó el pelo de puñados ante Jove en lo alto, y gimió en voz alta por el muy intranquilidad de su alma. Al final consideró que lo mejor era ir enseguida a Néstor hijo de Neleus, y ver si entre ellos podían encontrar algún camino de los aqueos de la destrucción. Por lo tanto, se levantó, se puso la camisa, se ató las sandalias alrededor de sus bonitos pies, arrojó la piel de un enorme león leonado sobre sus hombros —una piel que le llegaba a los pies— y tomó su lanza en la mano.

    Tampoco podía dormir Menelao, pues él, también, presagiaba mal para los Argives que por su bien habían navegado de lejos sobre los mares para luchar contra los troyanos. Cubrió su amplia espalda con la piel de una pantera manchada, se puso un casque de bronce sobre su cabeza y tomó su lanza en su mano musculosa. Luego fue a despertar a su hermano, que era con mucho el más poderoso de los aqueos, y fue honrado por el pueblo como si fuera un dios. Lo encontró por la popa de su nave ya poniendo su buena matriz sobre sus hombros, y justo contento estaba él de que su hermano hubiera venido.

    Menelao habló primero. “Por qué”, dijo, “mi querido hermano, ¿estás armando así? ¿Vas a enviar a alguno de nuestros compañeros a explotar a los troyanos? Temo mucho que nadie te haga este servicio, y espíe solo al enemigo en la oscuridad de la noche. Será una obra de gran audacia”.

    Y el rey Agamenón respondió: Menelao, los dos necesitamos consejos astutos para salvar a los Argives y a nuestras naves, porque Jove ha cambiado de opinión, y se inclina hacia los sacrificios de Héctor en lugar de los nuestros. Nunca vi ni escuché decir de ningún hombre que hubiera forjado tal ruina en un día como Héctor ha hecho ahora contra los hijos de los aqueos, y eso también de su propio yo sin ayuda, porque no es hijo de dios ni de diosa. Los Argives lo lamentarán largo y profundamente. Corre, pues, con toda velocidad por la línea de las naves, y llama a Ajax e Idomeneo. En tanto iré a Néstor, y le pediré que se levante y recorra entre las compañías de nuestros centinelas para darles sus instrucciones; lo escucharán antes que a cualquier hombre, porque su propio hijo, y Meriones hermano de armas a Idomeno, son capitanes sobre ellos. Fue a ellos más particularmente a los que les dimos este cargo”.

    Menelao respondió: “¿Cómo tomo tu significado? ¿Debo quedarme con ellos y esperar tu llegada, o regresaré aquí tan pronto como haya dado tus órdenes?” —Espera —contestó el rey Agamenón—, porque hay tantos caminos alrededor del campamento que quizás nos perdamos el uno al otro. Llama a cada hombre en tu camino, y pídele que se estremezca; nombra por su linaje y por el nombre de su padre, dé a cada uno toda la observancia titular, y no apoye demasiado sobre tu propia dignidad; debemos tomar toda nuestra parte de trabajo, porque en nuestro nacimiento Jove nos puso esta pesada carga”.

    Con estas instrucciones mandó a su hermano en su camino, y pasó a Néstor pastor de su pueblo. Lo encontró durmiendo duro en su tienda junto a su propio barco; su buena armadura yacía a su lado —su escudo, sus dos lanzas y su casco; a su lado también yacía la faja reluciente con la que el viejo se ceñía cuando se armaba para llevar a su pueblo a la batalla— porque su edad no le quedaba. Se levantó del codo y miró hacia Agamenón. “¿Quién es”, dijo, “que va así sobre el anfitrión y los barcos solos y en la oscuridad de la noche, cuando los hombres duermen? ¿Buscas una de tus mulas o algún compañero? No te quedes ahí y no digas nada, sino habla. ¿Cuál es su negocio?”

    Y Agamenón respondió: —Néstor, hijo de Neleus, honor al nombre aqueo, soy yo, Agamenón hijo de Atreo, sobre quien Jove ha puesto trabajo y dolor mientras haya aliento en mi cuerpo y mis extremidades me lleven. Estoy así en el extranjero porque el sueño no se sienta sobre mis párpados, sino que mi corazón es grande con la guerra y con el peligro de los aqueos. Tengo mucho miedo por los daneses. Estoy en el mar, y sin consejo seguro; mi corazón late como si saltara de mi cuerpo, y mis extremidades me fallan. Si entonces puedes hacer cualquier cosa —porque tú también no puedes dormir— vamos a dar la vuelta de la guardia, y ver si están somnolientos con el trabajo y durmiendo al descuido de su deber. El enemigo está acampado con fuerza y no sabemos pero puede atacarnos de noche”.

    Néstor respondió: —Hijo muy noble de Atreo, rey de los hombres, Agamenón, Jove no hará todo por Héctor que Héctor piense que lo hará; tendrá problemas aún en abundancia si Aquiles deja a un lado su ira. Yo iré contigo, y despertaremos a otros, ya sea el hijo de Tideo, o Ulises, o flota Ajax y el valeroso hijo de Fileo. Algunos también tenían mejor ir a llamar a Ajax y al rey Idomeno, porque sus barcos no están cerca de la mano sino los más lejanos de todos. Sin embargo, no puedo abstenerme de culpar a Menelao, tanto como lo amo y lo respeto —y lo diré claramente, incluso a riesgo de ofenderte— por dormir y dejarte todo este problema a ti mismo. Debería ir por ahí implorando auxilio a todos los príncipes de los aqueos, pues estamos en extremo peligro”.

    Y Agamenón contestó: —Señor, a veces puede culparlo justamente, porque a menudo es negligente y no está dispuesto a ejercerse, no de hecho por la pereza, ni por la falta de atención, sino porque me mira y espera que yo tome la iniciativa. En esta ocasión, sin embargo, estaba despierto antes que yo, y vino a mí por su propia voluntad. Ya lo mandé a llamar a los mismos hombres a los que usted ha nombrado. Y ahora vamos. Los encontraremos con el reloj afuera de las puertas, pues fue ahí dije que los encontraríamos”.

    “En ese caso —contestó Néstor—, los Argives no le culparán ni desobedecerán sus órdenes cuando los exhorta a pelear o les dé instrucciones”.

    Con esto se puso la camisa, y se ató las sandalias alrededor de sus bonitos pies. Se abrochó sobre su abrigo púrpura, de dos grosores, grande, y de una áspera textura peluda, agarró su indudable lanza calzada de bronce, y se abrió camino por la línea de las naves aqueas. Primero llamó en voz alta a Ulises par de dioses en consejo y lo despertó, pues pronto fue despertado por el sonido del grito de batalla. Salió de su tienda y dijo: “¿Por qué vas así solo por el anfitrión, y por la línea de los barcos en la quietud de la noche? ¿Qué es lo que te parece tan urgente?” Y Néstor caballero de Gerene contestó: —Ulises, noble hijo de Laertes, no lo tomes mal, porque los aqueos están en grandes aprietos. Ven conmigo y despiertemos a algún otro, que pueda aconsejar bien con nosotros si vamos a pelear o volar”.

    Sobre esto Ulises entró enseguida a su tienda, puso su escudo sobre sus hombros y salió con ellos. Primero fueron a Diomed hijo de Tideo, y lo encontraron afuera de su tienda vestido con su armadura con sus compañeros durmiendo a su alrededor y usando sus escudos como almohadas; en cuanto a sus lanzas, se pararon erguidos sobre las espigas de sus colillas que fueron clavadas en el suelo, y el bronce bruñido destelló lejos como el relámpago del padre Jove. El héroe dormía sobre la piel de un buey, con un trozo de fina alfombra debajo de la cabeza; Néstor se acercó a él y lo agitó con el talón para despertarlo, enderezándolo y exhortándolo a bestirse a sí mismo. “Despierta”, exclamó, “hijo de Tideo. ¿Cómo puedes dormir de esta manera? ¿No ves que los troyanos están acampados en la frente de la llanura con fuerza por nuestras naves, con solo un poco de espacio entre nosotros y ellos?”

    Sobre estas palabras Diomed saltó instantáneamente y dijo: “Viejo, tu corazón es de hierro; no descansas ni un momento de tus labores. ¿No hay hombres más jóvenes entre los aqueos que puedan ir a despertar a los príncipes? No te cansa”.

    Y Néstor caballero de Gerene hizo la respuesta: “Hijo mío, todo lo que has dicho es verdad. Tengo buenos hijos, y también mucha gente que podría llamar a los caciques, pero los aqueos están en el peligro más grave; la vida y la muerte están equilibradas como si estuvieran al filo de una navaja. Ve entonces, porque eres más joven que yo, y de tu cortesía despierta a Ajax y a la flota hijo de Phyleus”.

    Diomed tiró la piel de un gran león leonado sobre sus hombros —una piel que le llegaba a los pies— y agarró su lanza. Cuando había despertado a los héroes, los trajo de vuelta con él; luego dieron la vuelta a los que estaban en guardia, y encontraron a los capitanes no durmiendo en sus puestos sino despiertos y sentados con los brazos alrededor de ellos. Como perros ovejas que vigilan sus rebaños cuando están yardados, y oyen una bestia salvaje que viene a través del bosque de montaña hacia ellos —inmediatamente hay un matiz y grito de perros y hombres, y el sueño se ha roto— aun así fue el sueño perseguido de los ojos de los aqueos mientras guardaban las vigilias de la noche malvada, porque ellos se volteaban constantemente hacia la llanura cada vez que escuchaban algún revuelo entre los troyanos. El viejo se alegró y les pidió que fueran de buen ánimo. “Velad, hijos míos —dijo él— y no dejéis que el sueño se apodere de vosotros, no sea que nuestros enemigos triunfen sobre nosotros”.

    Con esto pasó la trinchera, y con él los demás jefes de los aqueos que habían sido llamados al consejo. Meriones y el valiente hijo de Néstor fueron también, porque los príncipes se los mandaron. Cuando estaban más allá de la trinchera que se cavaba alrededor de la pared sostuvieron su encuentro en campo abierto donde había un espacio libre de cadáveres, pues fue aquí donde al caer la noche Héctor se había dado la vuelta de su embestida sobre los Argives. Se sentaron, pues, y sostuvieron el debate entre ellos.

    Néstor habló primero. “Amigos míos”, dijo, “¿hay algún hombre lo suficientemente audaz como para aventurarse entre los troyanos, y cortar a algún rezagado, o traernos noticias de lo que el enemigo quiere hacer si se quedarán aquí junto a los barcos alejados de la ciudad, o si, ahora que han peinado a los aqueos, se retirarán dentro de sus muros. Si pudiera aprender todo esto y volver a salvo aquí, su fama sería alta como el cielo en boca de todos los hombres, y sería recompensado ricamente; porque los jefes de todas nuestras naves cada uno de ellos le darían una oveja negra con su cordero-que es un regalo de valor superior- y se le pediría como invitado a todos fiestas y reuniones de clanes”.

    Todos guardaron la paz, pero Diomed del fuerte grito de guerra habló diciendo: “Néstor, con mucho gusto visitaré al anfitrión de los troyanos contra nosotros, pero si otro va a ir conmigo lo haré con mayor confianza y consuelo. Cuando dos hombres están juntos, uno de ellos puede ver alguna oportunidad que el otro no ha visto; si un hombre está solo está menos lleno de recursos, y su ingenio es más débil”.

    En esto varios ofrecieron ir con Diomed. Los dos Ajaxes, siervos de Marte, Meriones, y el hijo de Nestor todos querían ir, así lo hizo Menelao hijo de Atreo; Ulises también quiso ir entre el ejército de los troyanos, porque siempre estuvo lleno de audacia, y sobre ello Agamenón rey de hombres habló así: “Diomed —dijo él— hijo de Tideo, hombre según mi propio corazón, elige a tu camarada por ti mismo—llévate al padrino de los que te han ofrecido, porque muchos ahora irían contigo. No rechace a través de la delicadeza al mejor hombre, y saque lo peor por respeto a su linaje, porque es de sangre más real”.

    Dijo esto porque temía por Menelao. Diomed respondió: “Si me pujas tomar al hombre de mi elección, ¿cómo en ese caso puedo dejar de pensar en Ulises, que en quien no hay hombre más ansioso por enfrentar todo tipo de peligros y Pallas Minerva lo ama bien? Si fuera a ir conmigo deberíamos pasar con seguridad a través del fuego mismo, pues es rápido para ver y entender”.

    —Hijo de Tideo —contestó Ulises—, no digas ni bueno ni malo de mí, porque tú estás entre los arregas que me conocen bien. Vamos, porque la noche disminuye y se acerca el amanecer. Las estrellas han ido hacia adelante, dos tercios de la noche ya están gastadas, y la tercera está sola nos dejó”.

    Después se pusieron su armadura. El valiente Trasimedes proporcionó al hijo de Tideo una espada y un escudo (pues había dejado el suyo en su nave) y sobre su cabeza puso un casco de piel de toro sin pico ni cresta; se le llama calavera-gorra y es un tocado común. Meriones encontró un arco y carcaj para Ulises, y en su cabeza puso un casco de cuero que estaba forrado con una fuerte trenzado de tangas de cuero, mientras que en el exterior estaba densamente tachonado de dientes de jabalí, bien y hábilmente metido en él; a continuación la cabeza había un forro interior de fieltro. Este casco había sido robado por Autolycus de Eleón cuando irrumpió en la casa de Amyntor hijo de Ormenus. Se lo dio a Anfídamas de Citera para llevarlo a Scandea, y Anfídamas se lo dio como regalo invitado a Molus, quien se lo dio a su hijo Meriones; y ahora se puso sobre la cabeza de Ulises.

    Cuando la pareja se había armado, partieron, y dejaron atrás a los demás caciques. Pallas Minerva les envió una garza por el camino sobre sus manos derechas; no podían verla por las tinieblas, pero escucharon su grito. Ulises se alegró cuando lo escuchó y oró a Minerva: “Escúchame”, exclamó, “hija de Jove que lleva aegis, tú que espías todos mis caminos y que estás conmigo en todas mis penurias; hazte amigo de mí en esta hora mía, y concede que podamos regresar a las naves cubiertas de gloria después de haber logrado alguna hazaña poderosa que traerá tristeza a los troyanos”.

    Entonces Diomed del fuerte grito de guerra también oró: “Escúchame también”, dijo él, “hija de Jove, incansable; quédate conmigo como estabas con mi noble padre Tideo cuando fue a Tebas como enviado enviado por los aqueos. Dejó a los aqueos por las orillas del río Esopo, y se dirigió a la ciudad llevando un mensaje de paz a los cadmeios; a su regreso de allí, con tu ayuda, diosa, hizo grandes obras de osadía, porque tú eras su ayudante listo. Aun así guíame y resérvame ahora, y a cambio te ofreceré en sacrificio una vaquilla de ceja ancha de un año, intacta, y nunca traída por el hombre bajo el yugo. Yo doraré sus cuernos y se la ofreceré en sacrificio”.

    Así oraron, y Pallas Minerva escuchó su oración. Al terminar de rezar a la hija de la gran Jove, se fueron como dos leones merodeando de noche entre la armadura y los cuerpos manchados de sangre de los que habían caído.

    Tampoco volvió a dejar dormir a los troyanos; pues él también llamó a los príncipes y consejeros de los troyanos para que pusiera su consejo ante ellos. “¿Hay uno -dijo- que por una gran recompensa me hará el servicio del que te voy a decir? Se le pagará bien si así lo desea. Le voy a dar un carro y un par de caballos, los más flojos que se pueden encontrar en las naves de los aqueos, si se atreve a esto; y ganará honor infinito para arrancar; debe ir a las naves y averiguar si todavía están custodiadas como hasta ahora, o si ahora que les hemos vencido los Los aqueos diseñan para volar, y a través del puro agotamiento están descuidando mantener sus relojes”.

    Todos mantenían la paz; pero había entre los troyanos cierto hombre llamado Dolón, hijo de Eumedes, el famoso heraldo, un hombre rico en oro y bronce. Estaba mal favorecido, pero un buen corredor, y era hijo único entre cinco hermanas. Él era el que ahora se dirigía a los troyanos. “Yo, Héctor”, dijo él, “voluntad a los barcos y los explotaré. Pero primero levanta tu cetro y jura que me darás el carro, bedight con bronce, y los caballos que ahora llevan al noble hijo de Peleo. Te haré un buen explorador, y no te fallaré. Pasaré por la hostia de un extremo a otro hasta llegar a la nave de Agamenón, donde la llevo ahora los príncipes de los aqueos están consultando si pelearán o volarán”.

    Cuando hubo terminado de hablar, Héctor levantó su cetro y le juró diciendo: “Que Jove, el marido atronador de Juno, dé testimonio de que ningún otro troyano sino usted montará esos corceles, y que tendrás tu voluntad con ellos para siempre”.

    El juramento que juró no tenía botas, pero hizo que Dolon estuviera más ansioso por ir. Colgaba su arco sobre el hombro, y como general vestía la piel de lobo gris, mientras que sobre su cabeza ponía una gorra de piel de hurón. Después tomó una jabalina puntiaguda, y salió del campamento hacia los barcos, pero no iba a regresar con ninguna noticia para Héctor. Cuando dejó los caballos y las tropas detrás de él, hizo toda velocidad en su camino, pero Ulises percibió su venida y le dijo a Diomed: “Diomed, aquí hay alguien del campamento; no estoy seguro de si es un espía, o si es algún ladrón el que saquearía los cuerpos de los muertos; que nos pase un poco, entonces podemos brotar sobre él y tomarlo. Si, sin embargo, es demasiado rápido para nosotros, ve tras él con tu lanza y hazle un dobladillo hacia los barcos alejados del campamento troyano, para evitar que vuelva al pueblo”.

    Con esto salieron de su camino y se acostaron entre los cadáveres. Dolon no sospechaba nada y pronto los pasó, pero cuando se había movido hasta la distancia por la que un surco arado por mulas supera uno que ha sido arado por bueyes (porque las mulas pueden arar tierras en barbecho más rápido que los bueyes) corrieron tras él, y al escuchar sus pasos se quedó quieto, pues se aseguró de que eran amigos del campamento troyano venían por órdenes de Héctor para que volviera; cuando, sin embargo, sólo estaban echados de lanza, o menos, lejos de él, vio que eran enemigos y corrió tan rápido como sus piernas le podían llevar. Los demás dieron persecución a la vez, y mientras un par de sabuesos bien entrenados avanzan tras una cierva o liebre que corre gritando frente a ellos, aun así lo hizo el hijo de Tydeus y Ulises persiguió a Dolon y lo cortó de su propia gente. Pero cuando había huido tan lejos hacia las naves que pronto habría caído con los puestos de avanzada, Minerva infundió nueva fuerza en el hijo de Tideo por temor a que algún otro de los aqueos pudiera tener la gloria de ser el primero en golpearlo, y él mismo podría ser solo el segundo; por lo tanto, saltó adelante con su lanza y dijo: “Ponte de pie, o tiraré mi lanza, y en ese caso pronto te pondré fin”.

    Lanzó mientras hablaba, pero falló su puntería a propósito. El dardo voló sobre el hombro derecho del hombre, y luego se quedó atascado en el suelo. Se quedó quieto, temblando y con gran temor; sus dientes parloteaban, y palideció de miedo. Los dos se acercaron sin aliento a él y se apoderaron de sus manos, con lo cual comenzó a llorar y dijo: “Llévame vivo; yo me voy a dar un rescate; tenemos gran reserva de oro, bronce y hierro forjado, y de esto mi padre te satisfará con un rescate muy grande, si se enterara de que estaba vivo en las naves de los aqueos”.

    —No temas —contestó Ulises—, que no se te ocurra pensar en la muerte; pero dime, y dime la verdad, ¿por qué vas así solo en la oscuridad de la noche lejos de tu campamento y hacia los barcos, mientras otros hombres duermen? ¿Es para saquear los cuerpos de los muertos, o Héctor te mandó a espiar lo que estaba pasando en los barcos? ¿O viniste aquí de tu propia mera noción?”

    Dolón respondió, sus extremidades temblando debajo de él: —Héctor, con sus vanas promesas halagadoras, me atrajo de mi mejor juicio. Dijo que me daría los caballos del noble hijo de Peleo y su carro bedized de bronce; me mandó pasar por la oscuridad de la noche voladora, acercarme al enemigo, y averiguar si los barcos siguen custodiados como hasta ahora, o si, ahora que los hemos golpeado, los aqueos diseñan volar, y a través del puro agotamiento están descuidando mantener sus relojes”.

    Ulises le sonrió y respondió: —De hecho, habías puesto tu corazón en una gran recompensa, pero los caballos del descendiente de Eacus difícilmente deben ser mantenidos en la mano o conducidos por otro hombre mortal que no sea el propio Aquiles, cuya madre era inmortal. Pero dime, y dime la verdad, ¿dónde dejaste a Héctor cuando empezaste? ¿Dónde yace su armadura y sus caballos? ¿Cómo, también, se ordenan los relojes y el suelo de dormir de los troyanos? ¿Cuáles son sus planes? ¿Se quedarán aquí junto a los barcos y lejos de la ciudad, o ahora que han estofado a los aqueos, se retirarán dentro de sus muros?”

    Y Dolon contestó: —De verdad te lo diré todo. Héctor y los demás consejeros están ahora dando conferencia por el monumento del gran Ilus, lejos del tumulto general; en cuanto a los guardias sobre los que me preguntas, no hay vigilancia elegida para vigilar al anfitrión. Los troyanos tienen sus fuegos de vigilancia, porque están obligados a tenerlos; ellos, por lo tanto, están despiertos y se mantienen mutuamente a su deber de centinelas; pero los aliados que han venido de otros lugares están dormidos y dejan que los troyanos mantengan la guardia, porque sus esposas e hijos no están aquí”.

    Entonces Ulises dijo: —Ahora dime; ¿están durmiendo entre las tropas troyanas, o se encuentran separados? Explique esto para que pueda entenderlo”.

    “Te voy a decir de verdad todo”, contestó Dolon. “Al mar yacen los carianos, los arqueros peonianos, los leleges, los cauconianos y los nobles Pelasgi. Los lisianos y los orgullosos misios, con los frigios y meonios, tienen su lugar de lado hacia Thymbra; pero ¿por qué preguntar por todo esto? Si quieres encontrar tu camino hacia la hueste de los troyanos, están los tracios, que últimamente han venido aquí y se encuentran separados de los demás al otro extremo del campamento; y tienen a Rheso hijo de Eioneus para su rey. Sus caballos son los mejores y más fuertes que he visto en mi vida, son más blancos que la nieve y más flojos que cualquier viento que sopla. Su carro es bedight con plata y oro, y ha traído su maravillosa armadura dorada, de la mano de obra más rara, demasiado espléndida para que cualquier hombre mortal la lleve, y se reúna solo para los dioses. Ahora, pues, llévame a las naves o atadme aquí con seguridad, hasta que regreses y hayas probado mis palabras si son falsas o verdaderas”.

    Diomed lo miró con severidad y respondió: —No lo pienses, Dolón, por toda la buena información que nos has dado, que vas a escapar ahora estás en nuestras manos, porque si te rescate o te dejamos ir, llegarás alguna segunda vez a las naves de los aqueos ya sea como espía o como enemigo abierto, pero si te mato y un fin de ti, no vas a dar más problemas”.

    Sobre esto Dolon lo habría cogido por la barba para rogarle más, pero Diomed lo golpeó en la mitad del cuello con su espada y cortó ambos tendones para que su cabeza cayera rodando en el polvo mientras aún hablaba. Le quitaron la gorra de piel de hurón de la cabeza, y también la piel de lobo, el arco y su larga lanza. Ulises los colgó en alto en honor a Minerva, la diosa del saqueo, y oró diciendo: “Acepta a estos, diosa, porque te los damos en preferencia a todos los dioses del Olimpo: por lo tanto, avísanos aún más hacia los caballos y el suelo de sueño de los tracios”.

    Con estas palabras tomó el botín y los puso sobre un árbol tamarisco, y marcaron el lugar levantando juncos y recogiendo ramas de tamarisco para que no se lo perdieran ya que regresaban por las horas voladoras de oscuridad. Entonces los dos avanzaron en medio de la armadura caída y la sangre, y se acercaron actualmente a la compañía de soldados tracios, que dormían, cansados con su trabajo diario; su buena armadura yacía en el suelo junto a ellos todos ordenados en tres hileras, y cada hombre tenía su yugo de caballos a su lado. Rhesus dormía en el medio, y duro por él sus caballos fueron hechos rápidos hasta el borde más alto de su carro. Ulises de alguna manera lo vio y dijo: “Este, Diomed, es el hombre, y estos son los caballos de los que nos dijo Dolon a quien matamos. Haz todo lo posible; dally no sobre tu armadura, sino suelta los caballos a la vez, o si no mata a los hombres tú mismo, mientras veo a los caballos”.

    Al respecto Minerva puso coraje en el corazón de Diomed, y los hirió de derecha e izquierda. Hicieron un gemido espantoso mientras estaban siendo pirateados, y la tierra estaba roja con su sangre. Como un león brota furiosamente sobre un rebaño de ovejas o cabras cuando los encuentra sin su pastor, también el hijo de Tideo se puso sobre los soldados tracios hasta que mató a doce. Al matarlos Ulises vino y los sacó a un lado por los pies uno por uno, para que los caballos pudieran avanzar libremente sin tener miedo al pasar por encima de los cadáveres, pues aún no estaban acostumbrados a ellos. Cuando el hijo de Tideo se acercó al rey, él también lo mató (lo que hizo trece), mientras respiraba fuerte, pues por el consejo de Minerva un sueño maligno, la semilla de Eeno, flotaba esa noche sobre su cabeza. En tanto Ulises desató a los caballos, los hizo ayunar uno a otro y los expulsó, golpeándolos con su arco, pues se había olvidado de sacar el látigo del carro. Después silbó como señal a Diomed.

    Pero Diomed se quedó donde estaba, pensando en qué otra acción atrevida podría lograr. Dudaba si tomar el carro en el que yacía la armadura del rey, y sacarlo por el poste, o levantar la armadura y llevársela; o si de nuevo, no debía matar a algunos tracios más. Mientras vacilaba así Minerva se le acercó y le dijo: “Regresa, Diomed, a los barcos o puede que te lleven allí, si algún otro dios despierta a los troyanos”.

    Diomed sabía que era la diosa, y de inmediato saltó sobre los caballos. Ulises los golpeó con su arco y volaron hacia las naves de los aqueos.

    Pero Apolo no vigiló a ciegas cuando vio a Minerva con el hijo de Tideo. Estaba enfadado con ella, y viniendo al anfitrión de los troyanos despertó a Hippocoon, consejero de los tracios y noble pariente de Rhesus. Se puso en marcha de su sueño y vio que los caballos ya no estaban en su lugar, y que los hombres jadeaban en su agonía de muerte; sobre esto gimió en voz alta, e hizo llamar por su nombre a su amigo. Entonces todo el campamento troyano estaba alborotado ya que la gente seguía corriendo junta, y se maravillaban de las hazañas de los héroes que ahora se habían escapado hacia las naves.

    Al llegar al lugar donde habían matado al explorador de Héctor, Ulises se quedó con sus caballos, y el hijo de Tideo, saltando al suelo, colocó el botín manchado de sangre en manos de Ulises y volvió a montar: luego azotó los caballos en adelante, y ellos volaron hacia adelante nada hacia las naves como si de su propio libre albedrío. Néstor fue el primero en escuchar al vagabundo de sus pies. —Amigos míos —dijo él—, príncipes y consejeros de los Argives, ¿debo adivinar bien o mal? —pero debo decir lo que pienso: hay un sonido en mis oídos como del vagabundo de los caballos. Espero que sea Diomed y Ulises conduciendo en caballos de los troyanos, pero me temo mucho que el más valiente de los Argives pueda haber llegado a algún daño a sus manos”.

    Apenas había terminado de hablar cuando los dos hombres entraron y desmontaron, con lo cual los demás se dieron la mano con mucho gusto con ellos y los felicitaron. Néstor caballero de Gerene fue el primero en cuestionarlos. “Dime”, dijo él, “el renombrado Ulises, ¿cómo llegaron ustedes dos por estos caballos? ¿Robaste entre las fuerzas troyanas, o algún dios te conoció y te los dio? Son como rayos de sol. Estoy muy familiarizado con los troyanos, para viejo guerrero aunque lo soy nunca me contuve por los barcos, pero aún nunca vi ni oí hablar de caballos como estos son. Seguramente algún dios debió haberte conocido y dado a ti, porque ustedes dos son queridos por Jove, y a la hija de Jove, Minerva”.

    Y Ulises respondió: —Néstor hijo de Neleus, honor al nombre aqueo, el cielo, si así lo quiere, puede darnos incluso mejores caballos que estos, porque los dioses son mucho más poderosos que nosotros. Estos caballos, sin embargo, de los que me preguntas, son recién llegados de Tracia. Diomed mató a su rey con los doce más valientes de sus compañeros. Duro por los barcos tomamos a un decimotercer hombre, un explorador al que Héctor y los otros troyanos habían enviado como espía a nuestras naves”.

    Se rió mientras hablaba y conducía a los caballos por la zanja, mientras que los otros aqueos lo seguían con mucho gusto. Cuando llegaron a los cuartos fuertemente construidos del hijo de Tideo, ataron los caballos con tangas de cuero al pesebre, donde estaban los corceles de Diomed comiendo su maíz dulce, pero Ulises colgó el botín manchado de sangre de Dolón en la popa de su nave, para que pudieran preparar una ofrenda sagrada a Minerva . En cuanto a ellos mismos, entraron al mar y lavaron el sudor de sus cuerpos, y de sus cuellos y muslos. Cuando el agua del mar les había quitado todo el sudor, y los había refrescado, entraron en los baños y se lavaron. Después que lo habían hecho y se habían ungido con aceite, se sentaron a la mesa, y sacando de un tazón lleno, hicieron una ofrenda de vino a Minerva.


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