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1.22: Libro XXII

  • Page ID
    92647
    • Homer (translated by Samuel Butler)
    • Ancient Greece

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    La muerte de Héctor.

    Así los troyanos de la ciudad, asustados como cervatillos, se limpiaron el sudor de ellos y bebieron para saciar su sed, apoyándose contra las bondadosas almenas, mientras los aqueos con sus escudos puestos sobre sus hombros se acercaban a las murallas. Pero el destino severo le pidió a Héctor quedarse donde estaba antes de Ilio y las puertas escaeas. Entonces Febo Apolo le habló al hijo de Peleo diciendo: “¿Por qué, hijo de Peleo, tú, que no eres más que hombre, me persigues que soy inmortal? ¿Aún no te has enterado de que es un dios a quien persigues tan furiosamente? No acosaste a los troyanos a los que habías derrotado, y ahora están dentro de sus muros, mientras que tú has sido señuelo aquí lejos de ellos. A mí no puedes matar, porque la muerte no puede apoderarse de mí”.

    Aquiles se enojó mucho y dijo: “Me has molestado, Far-Darter, el más maligno de todos los dioses, y me has alejado de la pared, donde muchos otros hombres habrían mordido el polvo antes de que se metiera dentro de Ilio; me has robado de gran gloria y has salvado a los troyanos sin riesgo para ti, porque tienes nada que temer, pero de hecho tendría mi venganza si estuviera en mi poder hacerlo”.

    Sobre esto, con intención caída hizo hacia la ciudad, y como el caballo ganador en una carrera de carros tensa cada nervio cuando está sobrevolando la llanura, aun así de rápido y furioso hicieron que las extremidades de Aquiles lo llevaran adelante. El rey Príamo fue el primero en señalarlo mientras recorría la llanura, todo radiante como la estrella que los hombres llaman Sabueso de Orión, y cuyos rayos brillan en tiempo de cosecha más brillantemente que los de cualquier otro que brille de noche; más brillante de todos ellos aunque sea, aún presagia mal a los mortales, porque trae fuego y fiebre en su tren-aun así la armadura de Aquiles brillaba en su pecho mientras aceleraba hacia adelante. Príamo alzó un grito y le golpeó la cabeza con las manos mientras las levantaba y gritaba a su querido hijo, implorándole que regresara; pero Héctor aún se quedó ante las puertas, pues su corazón estaba puesto en hacer batalla con Aquiles. El viejo extendió los brazos hacia él y le pidió por piedad que entrara dentro de los muros. —Héctor —exclamó—, hijo mío, no te quedes a enfrentar a este hombre solo y sin sustento, o te encontrarás con la muerte a manos del hijo de Peleo, porque él es más poderoso que tú. Monstruo que es; haría en efecto que los dioses lo amaran no mejor que yo, porque así, perros y buitres pronto lo devorarían mientras yacía estirado en la tierra, y una carga de pena sería levantada de mi corazón, para muchos un hijo valiente tiene que reft de mí, ya sea matándolos o vendiéndolos en las islas que están más allá del mar: incluso ahora echo de menos dos hijos de entre los troyanos que se han agolpado dentro de la ciudad, Licaón y Polidor, a quienes la peeress Laothoe entre las mujeres me dio a luz. En caso de que sigan vivos y en manos de los aqueos, los rescataremos con oro y bronce, de los cuales tenemos cabida, porque el anciano Altes dotó a su hija ricamente; pero si ya están muertos y en la casa del Hades, el dolor será para nosotros los dos que fuimos sus padres; aunque el dolor de los demás será más efímero a menos que tú también perezcas a manos de Aquiles. Ven, entonces, hijo mío, dentro de la ciudad, a ser el guardián de los troyanos y de las mujeres troyanas, o ambos perderán la vida y se permitirán un poderoso triunfo al hijo de Peleo. Ten piedad también de tu infeliz padre mientras aún le quede la vida —de mí, a quien el hijo de Saturno destruirá por una terrible fatalidad en el umbral de la vejez, después de haber visto a mis hijos muertos y a mis hijas detenidas como cautivas, mis aposentos nupciales saqueados, niños pequeños tirados a la tierra en medio de la furia de batalla, y las esposas de mis hijos arrastradas por las crueles manos de los aqueos; al final sabuesos feroces me destrozarán en pedazos a mis propias puertas después de que alguien haya golpeado la vida de mi cuerpo con espada o lanzas sabuesos que yo mismo crié y alimenté en mi propia mesa para proteger mis puertas, pero que todavía regateará mi sangre y entonces yace todo angustiado a mis puertas. Cuando un joven cae a espada en batalla, puede mentir donde está y no hay nada indecoroso; que lo que se verá, todo es honorable en la muerte, pero cuando un anciano es asesinado no hay nada en este mundo más lamentable que que los perros deben contaminar sus canas y barba y todo lo que los hombres esconden por vergüenza”.

    El viejo se rasgó las canas mientras hablaba, pero no conmovió el corazón de Héctor. Su madre lloró duramente y gimió en voz alta mientras ella mostraba su pecho y señalaba el pecho que le había amamantado. “Héctor”, gritó, llorando amargamente mientras tanto, “Héctor, hijo mío, no desprecies este pecho, sino que ten piedad de mí también: si alguna vez te he dado consuelo de mi propio seno, piénsalo ahora, querido hijo, y entra dentro del muro para protegernos de este hombre; ponte de pie no sin conocerlo. Si el desgraciado te matara, ni yo ni tu rica esposa viuda jamás lloraremos, querida rama mía, sobre la cama en la que mientes, porque los perros te devorarán en las naves de los aqueos”.

    Así los dos con muchas lágrimas imploraron a su hijo, pero no conmovieron el corazón de Héctor, y él se quedó firme esperando al enorme Aquiles mientras se acercaba a él. Como una serpiente en su guarida sobre las montañas, alimentada de venenos mortíferos, espera la aproximación del hombre —está lleno de furia y sus ojos brillan terriblemente mientras va retorciéndose alrededor de su den— aun así Héctor apoyó su escudo contra una torre que sobresalía de la pared y se quedó donde estaba, impávido.

    “Ay”, se dijo a sí mismo en la pesadez de su corazón, “si voy por las puertas, Polidamas será el primero en amontonarme reproches, pues fue él quien me exhortó a llevar a los troyanos de regreso a la ciudad esa horrible noche en la que Aquiles volvió a salir contra nosotros. Yo no escucharía, pero de hecho hubiera sido mejor si lo hubiera hecho. Ahora que mi locura ha destruido al anfitrión, no me atrevo a mirar a los troyanos y a las mujeres troyanas a la cara, no sea que un hombre peor diga: 'Héctor nos ha arruinado por su confianza en sí mismo'. Seguramente sería mejor para mí regresar después de haber luchado contra Aquiles y matarlo, o morir gloriosamente aquí ante la ciudad. ¿Y qué, de nuevo, si yo pusiera mi escudo y mi casco, apoyara mi lanza contra la pared e iré directo hasta el noble Aquiles? ¿Y si yo prometiera entregar a Helen, que fue la fuente de toda esta guerra, y todo el tesoro que Alejandro trajo consigo en sus barcos a Troya, sí, y dejar que los aqueos dividieran la mitad de todo lo que la ciudad contiene entre ellos? Yo podría hacer que los troyanos, por boca de sus príncipes, hagan un juramento solemne de que no ocultarían nada, sino que dividirían en dos acciones todo lo que hay dentro de la ciudad, pero ¿por qué discutir conmigo mismo de esta manera? Si yo subiera a él no me mostraría ningún tipo de misericordia; él me mataría entonces y allá tan fácilmente como si fuera una mujer, cuando me había quitado la armadura. No hay parleying con él de alguna roca o encino mientras los jóvenes y las doncellas parlotean entre sí. Mejor pelearlo de inmediato, y aprender a cuál de nosotros Jove dará una victoria segura”.

    Así se puso de pie y reflexionó, pero Aquiles se le acercó como si fuera el mismo Marte, señor de la batalla plumado. Desde su hombro derecho blandió su terrible lanza de ceniza peliana, y el bronce brilló a su alrededor como fuego destellante o los rayos del sol naciente. El miedo cayó sobre Héctor mientras lo veía, y no se atrevió a quedarse más tiempo donde estaba sino que huyó consternado de delante de las puertas, mientras Aquiles se lanzaba tras él a su máxima velocidad. Como un halcón de montaña, el más rápido de todos los pájaros, se abalanza sobre alguna paloma acobardada —la paloma vuela ante él pero el halcón con un grito estridente sigue cerca después, resolvió tenerla— aun así Aquiles se dirigió directamente a Héctor con todas sus fuerzas, mientras Héctor huyó bajo el muro troyano tan rápido como sus extremidades podría llevarle.

    En ellos volaron por la carretera-carreta que pasaba duro por debajo del muro, pasando por la estación de vigilancia, y pasando por la higuera salvaje azotada por el clima, hasta llegar a dos manantiales justos que alimentan el río Scamander. Uno de estos dos manantiales es cálido, y el vapor sale de él como humo de un fuego ardiente, pero el otro incluso en verano es tan frío como el granizo o la nieve, o el hielo que se forma en el agua. Aquí, duros por los manantiales, están los buenos lavabos de piedra, donde en tiempos de paz antes de la llegada de los aqueos las mujeres y las bellas hijas de los troyanos solían lavar sus ropas. Pasado estos volaron, el uno de delante y el otro dando persecución detrás de él: bueno era el hombre que huyó, pero mejor lejos fue el que siguió después, y rápidamente de hecho corrieron, porque el premio no era mera bestia por sacrificio o piel de becerro, como podría ser para una carrera común a pie, pero corrieron por la vida de Héctor. A medida que los caballos en un carro corren alrededor de los postes giratorios cuando corren por algún gran premio, un trípode o una mujer, en los juegos en honor a algún héroe muerto, también estos dos corrieron a toda velocidad tres veces alrededor de la ciudad de Príamo. Todos los dioses los vigilaban, y el padre de los dioses y de los hombres fue el primero en hablar.

    —Ay —dijo él—, mis ojos contemplan a un hombre que es querido para mí siendo perseguido alrededor de los muros de Troya; mi corazón está lleno de lástima por Héctor, que ha quemado los muslos de muchas novillas en mi honor, una vez en las crestas de Ida de muchos valles, y otra vez en la ciudadela de Troya; y ahora veo al noble Aquiles en su totalidad perseguirlo alrededor de la ciudad de Príamo. ¿Qué dices tú? Consideren entre ustedes y decidan si ahora le salvaremos o dejaremos caer, aunque valeroso sea, ante Aquiles, hijo de Peleo”.

    Entonces Minerva dijo: “Padre, portador del relámpago, señor de la nube y de la tormenta, ¿qué quiere decir con usted? ¿Le arrancarías a este mortal cuya fatalidad ha sido decretada desde hace mucho tiempo de las mandíbulas de la muerte? Haz lo que quiera, pero nosotros los demás no seremos de una mente contigo”.

    Y Jove respondió: —Hija Mía, nacida en Trito, anímate. No hablé con toda seriedad, y te dejaré salir con la tuya. Hazlo sin dejar ni obstaculizar como estás pensando”.

    Así exhortó a Minerva que ya estaba ansiosa, y hacia abajo ella se lanzó desde las cumbres más altas del Olimpo.

    Aquiles seguía en plena persecución de Héctor, como sabueso persiguiendo a un cervatillo que ha comenzado desde su encubierto en las montañas, y caza a través de claro y matorral. El cervatillo puede tratar de eludirlo agachándose al amparo de un arbusto, pero él la olfará y la seguirá hasta que la consiga, aun así no hubo escapatoria para Héctor de la flota hijo de Peleo. Siempre que realizaba un set para acercarse a las puertas dardanesas y debajo de los muros, para que su gente le ayudara bañando armas desde arriba, Aquiles ganaba sobre él y lo dirigía de nuevo hacia la llanura, manteniéndose siempre del lado de la ciudad. Como hombre en un sueño que no consigue poner las manos sobre otro a quien persigue —el uno no puede escapar ni el otro adelantar— aun así tampoco pudo Aquiles llegar a Héctor, ni Héctor separarse de Aquiles; sin embargo, podría haber escapado de la muerte si no hubiera llegado el momento en que Apolo, quien hasta ahora había sostuvo sus fuerzas y le puso nervioso correr, ahora ya no iba a quedarse junto a él. Aquiles hizo señales al anfitrión aqueo, y negó con la cabeza para demostrar que ningún hombre iba a apuntar con un dardo a Héctor, para que otro no pudiera ganar la gloria de haberlo golpeado y él mismo pudiera llegar en segundo lugar. Entonces, al fin, al acercarse por cuarta vez a las fuentes, el padre de todos equilibró sus escamas doradas y colocó una fatalidad en cada una de ellas, una para Aquiles y otra para Héctor. Mientras sostenía las escamas por el medio, la fatalidad de Héctor cayó en lo profundo de la casa de Hades y luego Febo Apolo lo dejó. Sobre él Minerva se acercó de cerca al hijo de Peleo y dijo: “Noble Aquiles, favorecido del cielo, nosotros dos seguramente llevaremos de vuelta a las naves un triunfo para los aqueos al matar a Héctor, por toda su lujuria de batalla. Haz lo que Apolo pueda mientras miente arrastrándose ante su padre, Jove portador de aegis, Héctor no puede escapar de nosotros por más tiempo. Quédate aquí y respira, mientras yo me acerco a él y lo convenzo de que se ponga de pie y luche contigo”.

    Así habló Minerva. Aquiles la obedeció con alegría, y se quedó quieto, apoyándose en su lanza ceniciento puntiaguda de bronce, mientras Minerva lo dejó y fue tras Héctor en la forma y con la voz de Deífobo. Ella se acercó de cerca a él y le dijo: “Querido hermano, veo que estás muy presionado por Aquiles que te persigue a toda velocidad por la ciudad de Príamo, esperemos su inicio y pongámonos en nuestra defensa”.

    Y Héctor respondió: “Deiphobus, siempre has sido el más querido para mí de todos mis hermanos, hijos de Hecuba y Príamo, pero de ahora en adelante te calificaré aún más alto, en la medida en que te has aventurado fuera del muro por mi bien cuando todos los demás permanezcan dentro”.

    Entonces Minerva dijo: “Querido hermano, mi padre y mi madre se arrodillaron y me imploraron, como todos mis compañeros, que permaneciera adentro, un miedo tan grande ha caído sobre todos ellos; pero yo estaba en una agonía de dolor cuando te vi; ahora, pues, hagamos una postura y peleemos, y que no haya que mantener nuestro lanzas en reserva, para que podamos saber si Aquiles nos matará y llevará nuestro botín a las naves, o si caerá ante ustedes”.

    Así Minerva lo inveigle por su astucia, y cuando los dos estaban ahora cerca el uno del otro gran Héctor fue el primero en hablar. “Ya no te voy a volar, hijo de Peleo —dijo él—, como lo he estado haciendo hasta ahora. Tres veces he huido por la poderosa ciudad de Príamo, sin atreverse a resistirte, pero ahora, déjame matar o ser asesinado, porque estoy en la mente de enfrentarte. Demos, pues, promesas el uno al otro por nuestros dioses, que son los testigos y guardianes más aptos de todos los convenios; que se acuerde entre nosotros que si Jove me avala la estancia más larga y te quito la vida, no voy a tratar tu cadáver de ninguna manera indecorosa, sino cuando te he despojado de tu armadura, yo estoy para entregar tu cuerpo a los aqueos. Y haces lo mismo”.

    Aquiles lo fulminó con la mirada y respondió: —Tonto, no me prates de convenios. No puede haber convenios entre los hombres y los leones, los lobos y los corderos nunca pueden ser de una sola mente, sino que se odian entre sí por completo. Por lo tanto, no puede haber entendimiento entre tú y yo, ni puede haber convenios entre nosotros, hasta que uno u otro caiga y supere a Marte sombrío con la sangre de su vida. Pon todas tus fuerzas; ahora tienes necesidad de probarte a ti mismo en verdad un soldado audaz y hombre de guerra. No tienes más oportunidad, y Pallas Minerva te vencerá inmediatamente con mi lanza: ahora me pagarás en su totalidad por el dolor que me has causado a causa de mis compañeros a los que has matado en batalla”.

    Levantó su lanza mientras hablaba y la arrojó. Héctor lo vio venir y lo evitó; lo observó y se agachó para que volara sobre su cabeza y se clavara en el suelo más allá; Minerva luego lo arrebató y se lo devolvió a Aquiles sin que Héctor la viera; Héctor al respecto le dijo al hijo de Peleo: “Has perdido tu puntería, Aquiles, par de los dioses, y Jove aún no te ha revelado la hora de mi perdición, aunque te aseguraste de que lo hubiera hecho. Eras un mentiroso de lengua falsa cuando consideraste que debía olvidar mi valor y codornices antes que tú. No conducirás tu lanza a la parte posterior de un fugitivo —conducirla, si el cielo te concediera así poder, la introducirás en mí mientras me dirijo hacia ti; y ahora, por tu parte, evita mi lanza si pudieras— sería que pudieras recibir toda ella en tu cuerpo; si alguna vez estuvieras muerto los troyanos encontrarían el guerra un asunto más fácil, pues eres tú quien más les ha hecho daño”.

    Levantó su lanza mientras hablaba y la arrojó. Su puntería era cierta pues pegó en medio del escudo de Aquiles, pero la lanza rebotó de él, y no lo perforó. Héctor se enojó al ver que el arma había acelerado de su mano en vano, y se quedó ahí consternado porque no tenía segunda lanza. Con un fuerte grito llamó a Deiphobus y le pidió uno, pero no había hombre; entonces vio la verdad y se dijo a sí mismo: “¡Ay! los dioses me han atraído a mi destrucción. Yo consideré que el héroe Deiphobus estaba a mi lado, pero él está dentro del muro, y Minerva me ha inveigado; la muerte ahora está realmente muy cerca y no hay manera de salir de ella, pues así Jove y su hijo Apolo el más atrevido la han querido, aunque hasta ahora siempre han estado listos para protegerme. Mi perdición ha venido sobre mí; no me deje morir sin gloria y sin lucha, sino que primero haga algo grandioso que se dirá entre los hombres de aquí en adelante”.

    Mientras hablaba, sacó la afilada espada que colgaba tan grande y fuerte a su lado, y reuniéndose, brotó sobre Aquiles como un águila altísima que desciende de las nubes hacia algún cordero o una liebre tímida; aun así Héctor blandió su espada y brotó sobre Aquiles. Aquiles loco de rabia se lanzó hacia él, con su maravilloso escudo delante de su pecho, y su casco reluciente, hecho con cuatro capas de metal, asintiendo ferozmente hacia adelante. Los gruesos mechones de oro con los que Vulcano había crestado el casco flotaban alrededor de él, y como la estrella de la tarde que brilla más que todos los demás a través de la quietud de la noche, incluso tal era el destello de la lanza que Aquiles puso en su mano derecha, cargada de la muerte del noble Héctor. Miró su bella carne una y otra vez para ver dónde podía herirla mejor, pero todo estaba protegido por la buena armadura de la que Héctor había echado a perder a Patroclo después de haberlo matado, salvo solo la garganta donde las clavículas dividen el cuello de los hombros, y este es un lugar de lo más mortal: aquí entonces lo hizo Aquiles golpearlo mientras se acercaba hacia él, y la punta de su lanza pasó justo por la parte carnosa del cuello, pero no le cortó la tráquea para que aún pudiera hablar. Héctor se cayó de cabeza, y Aquiles se burló de él diciendo: “Héctor, consideraste que debías salirte sarcámente cuando estabas estropeando a Patroclo, y no me conté de mí que no estaba con él. Tonto que eras: porque yo, su camarada, mucho más poderoso que él, todavía me quedé atrás de él en los barcos, y ahora te he puesto bajo. Los aqueos le darán todos los ritos fúnebres debidos, mientras que los perros y buitres trabajarán sobre ti mismo su voluntad”.

    Entonces Héctor dijo, mientras la vida le bajaba: “Te ruego por tu vida y rodillas, y por tus padres, que no me devoren perros en las naves de los aqueos, sino que aceptes el rico tesoro de oro y bronce que mi padre y mi madre te ofrecerán, y envíen mi cuerpo a casa, para que los troyanos y sus esposas den me mis cuotas de fuego cuando estoy muerto”.

    Aquiles lo fulminó con la mirada y respondió: —Perro, no me hables ni de rodillas ni de padres; quisiera que yo pudiera estar tan seguro de poder cortar tu carne en pedazos y comerla cruda, por el mal que me has hecho, como yo soy que nada te salvará de los perros—no será, aunque traigan diez o veinte veces rescate y pesarlo para mí en el acto, con la promesa de aún más en el futuro. Aunque Príamo hijo de Dardano debería pedirles que me ofrezcan tu peso en oro, aun así tu madre nunca te echará y hará lamentar por el hijo que dio a luz, sino que los perros y los buitres te comerán por completo”.

    Héctor con su aliento moribundo dijo entonces: “Te conozco lo que eres, y estaba seguro de que no debería moverte, porque tu corazón es duro como el hierro; mira que no traigo la ira del cielo sobre ti el día en que París y Febo Apolo, por valiente que seas, te matarán a las puertas escas”.

    Cuando había dicho así los sudarios de la muerte lo envolvían, sobre lo cual su alma salió de él y voló hasta la casa del Hades, lamentando su triste destino de que ya no gozara de juventud y fuerza. Pero Aquiles dijo, hablando al cadáver: “Muere; por mi parte aceptaré mi destino cuando Jove y los otros dioses consideren oportuno enviarlo”.

    Al hablar sacó su lanza del cuerpo y la colocó de un lado; luego le quitó la armadura manchada de sangre de los hombros de Héctor mientras los otros aqueos se acercaron corriendo para ver su maravillosa fuerza y belleza; y nadie se le acercó sin darle una herida fresca. Entonces uno giraría a su vecino y le diría: “Ahora es más fácil manejar a Héctor que cuando estaba lanzando fuego a nuestras naves” —y mientras hablaba le clavaría su lanza de nuevo.

    Cuando Aquiles había hecho de estropear a Héctor su armadura, se paró entre los Argives y dijo: “Amigos míos, príncipes y consejeros de los Argives, ahora que el cielo nos ha dado garantías para vencer a este hombre, que nos ha hecho más daño que todos los demás juntos, considere si no debemos atacar la ciudad con fuerza, y descubre en qué mente pueden estar los troyanos. Deberíamos saber así si abandonarán su ciudad ahora que Héctor ha caído, o seguirán aguantando a pesar de que ya no viva. Pero, ¿por qué discutir conmigo mismo de esta manera, mientras Patroclo sigue tirado en los barcos sin enterrar, e inmutido—aquel a quien nunca podré olvidar mientras esté vivo y mi fuerza no falle? Aunque los hombres olviden a sus muertos cuando una vez están dentro de la casa del Hades, sin embargo ni siquiera ahí voy a olvidar al camarada que he perdido. Ahora, pues, jóvenes aqueos, alcemos el canto de la victoria y volvamos a las naves llevando a este hombre con nosotros; porque hemos logrado un triunfo poderoso y hemos matado al noble Héctor a quien los troyanos oraron por toda su ciudad como si fuera un dios”.

    Sobre esto trató el cuerpo de Héctor contumamente: atravesó los tendones en la parte posterior de ambos pies de talón a ancle y pasó tangas de piel de buey a través de las hendiduras que había hecho: así hizo que el cuerpo ayunara a su carro, dejando que la cabeza se arrastrara por el suelo. Entonces cuando había puesto la buena armadura en el carro y se había montado él mismo, azotó sus caballos y ellos volaron hacia adelante nada loth. El polvo se elevó de Héctor mientras lo arrastraban, su cabello oscuro volaba por todo el extranjero, y su cabeza alguna vez tan hermosa fue puesta bajo en la tierra, pues Jove ahora lo había entregado en manos de sus contrincantes para hacerle indignación en su propia tierra.

    Así fue la cabeza de Héctor siendo deshonrada en el polvo. Su madre le rasgó el pelo, y le arrojó el velo con un fuerte grito mientras miraba a su hijo. Su padre hizo gemir piadoso, y por toda la ciudad la gente cayó a llorar y llorar. Era como si todo el ceño fruncido de Ilio estuviera sonriendo de fuego. Difícilmente la gente pudo retener a Priam en su calurosa prisa por apresurarse sin las puertas de la ciudad. Se arrastró en el fango y los rogó, llamando a cada uno de ellos por su nombre. “Dejadme, amigos míos -exclamó-, y a pesar de todo vuestro dolor, dejadme ir sola mano a las naves de los aqueos. Déjame suplicar a este hombre cruel y terrible, si acaso va a respetar el sentimiento de sus semejantes, y tener compasión de mi vejez. Su propio padre es incluso otro como yo, Peleo, quien lo crió y lo crió para que fuera la perdición de nosotros, los troyanos, y de mí mismo más que de todos los demás. A muchos hijos míos lo ha matado en la flor de su juventud, y sin embargo, afligirme por estos como pueda, lo hago por uno —hector—más que por todos ellos, y la amargura de mi dolor me llevará a la casa del Hades. Ojalá hubiera muerto en mis brazos, pues así tanto su madre mal protagonizada que le dio a luz, como a mí, debiera haber tenido el consuelo de llorar y llorar por él”.

    Así habló con muchas lágrimas, y toda la gente de la ciudad se unió en su lamento. Entonces Hecuba levantó el grito de lamentos entre los troyanos. “Ay, hijo mío —gritó—, ¿qué me queda por vivir por ahora que ya no estás? Noche y día te glorié en toda la ciudad, porque eras una torre de fuerza para todos en Troya, y tanto hombres como mujeres te aclamaban como un dios. Mientras vivieras eras su orgullo, pero ahora la muerte y la destrucción han caído sobre ti”.

    La esposa de Héctor aún no había escuchado nada, pues nadie había venido a decirle que su marido se había quedado sin las puertas. Estaba en su telar en una parte interior de la casa, tejiendo una doble tela morada, y bordándola con muchas flores. Ella le dijo a sus criadas que pusieran un gran trípode en el fuego, para tener un baño caliente listo para Héctor cuando saliera de la batalla; pobre mujer, no sabía que ahora estaba fuera del alcance de los baños, y que Minerva lo había puesto bajo por las manos de Aquiles. Oyó el grito que venía como de la pared, y temblaba en cada extremidad; el transbordador cayó de sus manos, y de nuevo habló con sus camareras. “Dos de ustedes -dijo- vengan conmigo para que pueda aprender qué es lo que ha ocurrido; oí la voz de la honrada madre de mi esposo; mi propio corazón late como si entrara en mi boca y mis extremidades se nieguen a cargarme; alguna gran desgracia para los hijos de Príamo debe estar a la mano. Que nunca viva para escucharlo, pero temo mucho que Aquiles haya cortado la retirada del valiente Héctor y lo haya perseguido hasta la llanura donde estaba soltero; me temo que pudo haber puesto fin a la temeraria audacia que poseía a mi marido, que nunca se quedaría con el cuerpo de sus hombres, sino que se lanzaría muy al frente, sobre todo de todos ellos en valor”.

    Su corazón latía rápido, y mientras hablaba volaba de la casa como una maníaca, con sus camareras siguiendo después. Cuando llegó a las almenas y a la multitud de personas, se puso de pie mirando a la pared, y vio a Héctor ser llevado frente a la ciudad, los caballos que lo arrastraban sin atención ni cuidado por el suelo hacia las naves de los aqueos. Sus ojos se envolvieron entonces como con la oscuridad de la noche y cayó desmayándose hacia atrás. Ella arrancó el attiring de su cabeza y se lo arrojó de ella, la fachada y la red con su banda trenzado, y el velo que Venus dorada le había dado el día en que Héctor la llevó consigo de la casa de Eetion, después de haber dado innumerables regalos de cortejo por su bien. Las hermanas de su marido y las esposas de sus hermanos se apiñaban alrededor de ella y la apoyaban, pues ella estaba débil para morir en su distracción; cuando actualmente nuevamente respiraba y se volvía a sí misma, sollozó e hizo lamentar entre los troyanos diciendo: “¡Ay de mí, oh Héctor! ¡ay, en efecto, de que para compartir mucho común éramos nacido, tú en Troya en la casa de Príamo, y yo en Tebas bajo la montaña boscosa de Placus en la casa de Eetion quien me crió cuando era niño —padre mal protagonizado de una hija mal estrellada— sería que nunca me hubiera engendrado. Ahora vas a entrar en la casa del Hades bajo los lugares secretos de la tierra, y me dejas una viuda triste en tu casa. El niño, del que tú y yo somos los padres infelices, todavía es un mero infante. Ahora que te has ido, oh Héctor, no puedes hacer nada por él ni él por ti. A pesar de que escapa de los horrores de esta lamentable guerra con los aqueos, sin embargo, su vida en adelante será de trabajo y dolor, porque otros se apoderarán de sus tierras. El día que le roba a un niño a sus padres lo corta de su propia especie; su cabeza está inclinada, sus mejillas están mojadas de lágrimas, y va a ir indigente entre los amigos de su padre, arrancando uno por el manto y otro por la camisa. Algunos uno u otro de estos puede hasta ahora compadecerle para sostener la copa por un momento hacia él y dejar que se humedezca los labios, pero no debe beber lo suficiente como para mojar el techo de su boca; entonces uno cuyos padres estén vivos lo sacará de la mesa con golpes y palabras enojadas. 'Fuera contigo', dirá, 'no tienes padre aquí', y el niño volverá a llorar a su madre viuda —él, Astyanax, quien mientras tanto se sentaría sobre las rodillas de su padre, y no tenía más que los bocados más tiernos y selectos puestos ante él. Cuando había jugado hasta que estaba cansado y se fue a dormir, se acostaba en una cama, en los brazos de su enfermera, en un suave sofá, sabiendo que ni quiere ni le importa, mientras que ahora que ha perdido a su padre su suerte estará llena de dificultades —él, a quien los troyanos llaman Astyanax, porque tú, oh Héctor, eras la única defensa de sus puertas y almenas. Los gusanos retorcidos ahora te comerán en los barcos, lejos de tus padres, cuando los perros se hayan glaseado sobre ti. Te quedarás desnudo, aunque en tu casa tienes ropa fina y buena hecha por manos de mujeres. Esto voy a quemar ahora; no te sirve de nada, porque nunca más podrás usarlo, y así tendrás respeto que te mostrarán los troyanos tanto hombres como mujeres”.

    De tal manera lloró en voz alta entre sus lágrimas, y las mujeres se unieron en su lamento.


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