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3.2: ¿Crisis total?

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    En 235, el emperador Alejandro Severo fue asesinado en un campamento militar cerca de Mogontiacum (Mainz) a manos de soldados amotinados, quienes proclamaron emperador a un oficial ecuestre, Maximino el Tracio.1 Entre las muchas “primeras veces” de este golpe de Estado, hay dos motivos que se destacan: los soldados se rebelaron frente a un miembro de la dinastía que desde hacía 40 años reinaba en el Imperio y la cual, hasta entonces, había disfrutado de la infalible lealtad del ejército a la extrema incapacidad de Alejandro Severo como comandante en jefe; y el hecho de que, después de su muerte, el poder imperial fue usurpado por un soldado profesional. El gobierno del primer “emperador militar” duró solo tres años; en 238 fue derrocado en una insurrección de la indefensa Italia, liderada por el Senado y apoyada por la mayoría de las provincias más ricas del Imperio, también desarmadas. Durante los próximos treinta años, los emperadores volverían a ser, todos ellos, senadores; salvo por la insignificante excepción de Filipo el Árabe (244–9), un exprefecto del pretorio y, por lo tanto, miembro también de los más importantes círculos del poder. Los militares volvieron a ubicarse en las primeras filas de la política por la puerta trasera cuando, en 249, el ejército del Bajo Danubio apoyó una breve usurpación por parte del gobernador de las dos provincias de Mesia Pacatiano. Después de la derrota y muerte del usurpador, su conquistador, el legado imperial Decio, reclamó con éxito el título de emperador; según ciertas fuentes, habría impulsado a rebelarse a sus propios soldados y los de Pacatiano. Cuatro años después, el ejército del Bajo Danubio volvió a rebelarse bajo el gobernador de la Mesia Inferior, Marco Emilio Emiliano, quien venció y asesinó al sucesor de Decio, Cayo Vibio Treboniano Galo, antes de ser asesinado, a su vez, por el legado de Treboniano que comandaba el ejército del Alto Danubio, Pubio Licinio Valeriano, quien fue prontamente proclamado emperador por su ejército y por el Senado.

    Para entonces, la “anarquía militar” ya había degenerado en una verdadera y aterradora crisis del Imperio. La gran invasión a los Balcanes por parte de los godos y sus aliados en 250–1 finalizó en la desastrosa derrota en Abrito, en la cual perdió la vida Decio, el primer emperador romano muerto en una batalla. Lo que mantuvo lejos a los godos por un tiempo fue un humillante tratado de paz y una promesa de tributo anual. Pero un año después, el limes de la Mesopotamia se desmoronó y, en 253, el rey de reyes Sapor I derrotó al ejército romano en Barbalissos, conquistó Antioquía y llegó a los confines de Capadocia. Mientras tanto, el Imperio había caído víctima de otro tipo de calamidad, una peste igual de letal a la de los años 165–80, que irrumpió en 252/3 y pronto se esparció hacia todas las provincias. El año 254 –cuando Valeriano y su hijo y coemperador Publio Licinio Egnatius Galie no marcharon hacia las regiones más amenazadas, el Oriente y el Ilírico– fue testigo de las repetidas incursiones de los godos en los Balcanes y, por primera vez, en Asia Menor; la irrupción de luchas en el Medio y Alto Danubio, además de una guerra de proporciones en Mauritania y Numidia contra las tribus del desierto. En 255 y 256 los alamanes y los francos comenzaron sus ataques en el Rin.

    Lo peor estaba aún por llegar: la derrota y el cautiverio de Valeriano en Persia, suceso que disparó una serie de usurpaciones y llevó al Imperio a un estado de guerra civil permanente; las grandes invasiones de los persas y los bárbaros que devastaron Siria, Asia Menor y las provincias del Danubio y la Galia, además de los grandes estragos de la plaga. Un punto de luz en este sombrío panorama fue que durante todos esos años el núcleo del ejército del Danubio –la fuerza de lucha más poderosa del Imperio– apoyó a Galieno, brindando así un mínimo de estabilidad que permitió que el poder central sobreviviera al período de mayor calamidad y, al concentrar el inmenso potencial del Imperio, diera lugar a la espectacular vuelta de tuerca de finales de la década de 260. Aun a pesar del mito de que los emperadores militares salvaron al Imperio, cuando en 268 Galieno fue víctima de un complot urdido por sus principales oficiales, la victoria final era una cuestión de tiempo. Los emperadores militares vencieron debidamente a todos los enemigos y volvieron a reunir al Imperio, pero, al carecer de legitimidad y de un mecanismo de transmisión del poder dentro del grupo del cual habían surgido, todos —excepto el primero, que murió de peste luego de gobernar tan solo dos años—murieron en manos de asesinos o soldados rebeldes. La revolución que comenzó en 268 devoró a sus hijos hasta el providencial ascenso, en 284, de un hombre con suficiente carisma como para hacerse acreedor de una absoluta lealtad por parte de todos los sectores: Cayo Aurelio Valerio Diocleciano, el arquitecto del Nuevo Imperio.

    Brevemente delineado, este fue el curso de los eventos durante el medio siglo de la historia romana que se conoce universalmente como la crisis del Imperio, o la crisis del siglo III (235–84), que, para los propósitos de este capítulo, dividiremos en tres estadios que se solapan parcialmente. El primero, de 235 a 253, fue esencialmente una crisis de legitimidad del poder imperial tradicional o, más precisamente, la usurpación por parte de los militares – hasta entonces el principal sostén de ese poder– del derecho a eliminar a los emperadores que consideraban deficientes y elevar a individuos elegidos por ellos hasta el cargo supremo. El segundo, de 251 a 267, fue la época de mayor crisis militar, de la impotencia de la alguna vez todopoderosa maquinaria de guerra imperial que debió enfrentarse a los ataques foráneos. En esos años, el núcleo del ejército siguió siendo fiel a los emperadores, ya sea por lealtad o por el instinto de autopreservación. En las regiones periféricas, este mismo instinto hizo que otros se unieran a los usurpadores que prometían lo que la autoridad central no podía ofrecer: protección frente a los invasores. La recuperación militar, que ya estaba esencialmente consumada para el año 271, coincidió con el brote de una nueva crisis de legitimidad imperial que duró desde 268 hasta 284, provocada por el asesinato del último emperador que pertenecía a la elite política tradicional, y la posterior asunción al poder de una junta militar, lo que, a su vez, dio lugar a una serie de asesinatos y usurpaciones a los que Diocleciano pudo poner punto final.

    Este resumen, estrictamente événementiel –asesinatos de emperadores, usurpaciones, revueltas militares, guerras civiles, derrotas en manos de los persas y los bárbaros– constituye la principal base empírica para poder analizar la crisis del siglo III. Bajo esta luz, las causas inmediatas de la crisis fueron un declive repentino de la legitimidad de la autoridad imperial a los ojos de su ejército, y la igualmente repentina ineficiencia del ejército para contrarrestar las amenazas externas. Estos dos fenómenos pueden observarse ya en la primera fase de la crisis, que hace posible limitar el análisis y la explicación a los años 235–53. Los sucesos típicos de las últimas fases, y no así de la primera –como la usurpación regional que no apuntó a obtenerla gobernación única del Imperio sino a brindar medios de defensa en áreas específicas– fueron consecuencias obvias de estas dos causas fundamentales. Sin embargo, la pregunta que cabe hacerse es si es suficiente limitar nuestra búsqueda al alcance restringido de los fenómenos políticos, ideológicos y militares. Sobre este asunto, los estudios del siglo XX se vieron dominados por una escuela de pensamiento según la cual las calamidades políticas y militares que azotaron al Imperio durante la mayor parte del siglo III fueron, en última instancia, síntomas y efectos de una crisis estructural mucho más profunda del mundo romano. Sería superfluo hacer una lista de todos los reconocidos académicos que suscribieron a esta visión (Rostovtzev, 1957; MacMullen, 1976; Alföldy, 1989) y, aun más, presentar un resumen de los modelos particulares de la “crisis total” (en palabras de Geza Alföldy) de la sociedad y las instituciones imperiales (Alföldy, 1984: 134: “Die Krisewar total.”). Cabe decir que esta noción de una crisis absoluta del Imperio en el siglo III se encuentra, en la actualidad, en una profunda crisis en sí. Los académicos más revisionistas se atreven incluso a cuestionar –y hasta negar– cualquier validez del concepto de “crisis” a la hora de describir al Imperio durante este período.2

    Este giro evidente en la opinión académica es el resultado de la acumulación de pruebas que desdibujaron la noción –alguna vez compartida universalmente– del declive económico, demográfico y social del Imperio que, según se creía, había comenzado como muy tarde en la época de Septimio Severo, y que disparó una vertiginosa espiral en la cual la despoblación, la disminución de la producción agrícola y de manufactura, el deterioro de la vida urbana, el colapso del sistema monetario, la anarquía interna, las invasiones extranjeras y las pestes influyeron en una progresión descendente de causas y efectos interdependientes, que destruirán para siempre el mundo antiguo clásico. Para empezar, una baja en la población a escala imperiales problemática, aunque comparemos la situación a finales del siglo III, cuando el Imperio empezaba su recuperación de los pasados desastres, con el panorama que reinaba a mitad del siglo II, época que se conoció como la “Edad de Oro” de Roma.3 En las regiones donde se observan los síntomas de crisis, estos pueden explicarse con fenómenos ubicuos y a corto plazo, como las malas cosechas y las invasiones extranjeras o, en el caso de Italia, un reajuste de sus relaciones económicas con el resto del Imperio, lo que provocó que perdiera algunos de sus anteriormente enormes privilegios; o la plaga, un fenómeno natural. En cuanto a la supuesta crisis económica que habría comenzado en la segunda mitad del siglo II, los gruesos volúmenes de Società romana e impero tardoantico (Giardina, 1986), apoyados por estudios posteriores, han exorcizado sus demonios, esperemos que para siempre. Finalmente, en la segunda mitad del siglo III hubo ciertos problemas hasta en África, la maravilla económica del Imperio, sobre la cual no recayeron invasiones extranjeras. Sin embargo, estos problemas fueron una consecuencia inevitable de las cargas impuestas en las provincias internas para financiar la desesperada batalla en todos los frentes que duró una generación entera.

    Quizá el cambio más espectacular en la percepción y evaluación de la crisis tiene que ver con las vicisitudes del sistema monetario romano. De hecho, se demostró que, después de la devaluación severana, el contenido de plata en las monedas disminuyó muy lentamente, casi imperceptiblemente, hasta alcanzar una caída vertical en las décadas de 250 y 260 (lo cual se dio en paralelo con los multiplicados aumentos en el volumen de monedas emitidas en esos oscuros años de invasiones externas y rebeliones internas), y que los precios se mantuvieron llamativamente estables durante todo el período y comenzaron a aumentar en una forma que recuerda a las grandes inflaciones del siglo XX como reacción al intento de Aureliano de imponer sus sumamente sobrevalorados radiates (Lo Cascio, 1984; Bagnall, 1985). Se vuelve evidente, entonces, que el sistema monetario se derrumbó como consecuencia de los desastres políticos y militares y no viceversa. Igualmente significativo es el hecho de que el Estado supo manejar con éxito los efectos de la desenfrenada inflación y que, a pesar de los repetidos fracasos de su política monetaria, su aparato financiero nunca se vio seriamente dañado; y no solo esto: aun durante el calamitoso reinado de Valeriano y Galieno, la maquinaria del Estado no tuvo problemas aparentes en convocar, equipar y mantener vastos ejércitos ni en trasladarlos enormes distancias.

    Volvemos entonces al punto de partida: la crisis política y militar reflejada en usurpaciones y derrotas en manos de enemigos externos. Los orígenes y causas de la crisis del siglo III deben buscarse, en primer lugar, en los círculos más elevados de la autoridad y del ejércit

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    1 La historia política de este período se encuentra convenientemente presentada en Christol (1997), Lorioty Nony (1997).

    2 Vale la pena hacer notar, sin embargo, que estas son, en su mayoría, opiniones de arqueólogos, basadas casi exclusivamente en pruebas arqueológicas; véanse, por ejemplo Lewitt (1991), Witschel (1999) (visión apenas moderada en Witschel, 2004). Entre los historiadores, Carrié (en Carrié y Rousselle, 1999) se encuentra quizá más comprometido a la hora de cuestionar las nocionesde crisis del siglo III. Por desgracia, con el criterio usado por estos revisionistas, la Revolución Francesa tampoco habría sido una crisis. Tampoco estoy seguro sobre qué puede ganarse con solo sustituir un término (transición, ya fuera parcial o acelerada) con otro (crisis). Véase el cuidadoso estudio de las pruebas realizado por Duncan-Jones (2004).

    3 Duncan-Jones (1996) sostiene que la plaga del siglo III puede haber sido una calamidad de un orden similar al de la peste bubónica del siglo VI y la peste negra, pero las pruebas que ofrece no garantizan esta conclusión; véanse Greenberg (2003), Bruun (2003). Todavía no se sabe demasiado sobre la naturaleza y el impacto de la plaga del siglo III. Ambas epidemias parecen haber sido mortales, pero sus efectos fueron, seguramente, limitados.


    3.2: ¿Crisis total? is shared under a CC BY-NC-SA 4.0 license and was authored, remixed, and/or curated by Adam Ziolkowski, Traducción: Patricia Colombo, Revisión: Agnieszka Ziolkowska.