1: Napoleón

Considerando que pasaría a convertirse en uno de los gobernantes franceses más significativos de todos los tiempos, existe una ironía considerable en el hecho de que Napoleón Bonaparte no nació en la propia Francia, sino en la isla de Córcega en el Mediterráneo. Una generación antes, Córcega había sido ganada por Francia como premio en una de sus muchas guerras, y Napoleón nació así como ciudadano francés. Su familia no era rica, pero sí tenía un título noble legítimo que era reconocido por el estado francés, lo que significa que Napoleón era elegible para unirse a las filas de monopolios nobles como el cuerpo de oficiales del ejército francés. Así, de joven, sus padres lo enviaron a Francia para entrenarse como oficial de artillería. Ahí, soportó hostigamiento y novatadas por parte de los hijos de “verdaderos” nobles franceses, quienes menospreciaron su acento corso y lo trataron como un intruso extranjero. Ya pugnante e increíblemente terco, las novatadas contribuyeron a su determinación de llegar algún día a una posición de autoridad indiscutible. Gracias a su implacable impulso, considerables dones intelectuales y más que un poco de suerte, eventualmente lograría precisamente eso.

Napoleón fue un gran contraste. Por un lado, era un hombre de la Revolución Francesa. Había alcanzado la fama sólo por las oportunidades que brindaban los ejércitos revolucionarios; como miembro de una familia noble corsa menor, nunca habría saltado a la fama en la era prerrevolucionaria. De igual manera, con sus ejércitos “exportó” la Revolución al resto de Europa, socavando el poder de la nobleza tradicional e instituyendo un código de derecho basado en el principio de igualdad jurídica. Décadas después, como prisionero en una miserable isla-prisión británica en el Atlántico Sur, Napoleón afirmaría en sus memorias que todo lo que había hecho estaba en nombre de Francia y la Revolución.

Por otra parte, Napoleón era un megalómano que se complacía cada uno de sus caprichos políticos y perseguía con una sola mente el poder personal. Nombró a los miembros de su familia para dirigir estados títeres recién inventados en Europa después de haberlos conquistado. Ignoró las creencias y sentimientos de las personas que conquistó y, posiblemente, de los propios franceses, que se mantuvieron leales por sus victorias y la estabilidad y el orden que había regresado a Francia tras el tumulto de la década de 1790. Micromanejó el enorme imperio que había creado con sus ejércitos y no confiaba en nadie más que en su hermano mayor y en el puñado de generales que habían demostrado su valía a lo largo de años de campaña por él. Así, si bien pudo haber creído verdaderamente en los principios revolucionarios de razón y eficiencia, y poco se preocupó por las tradiciones anticuadas, no había rastro del impulso democrático de la revolución presente en su personalidad o en el estado imperial que él creó.

Miniatura: Napoleón tras su abdicación en Fontainebleau, el 4 de abril de 1814, de Paul Delaroche. (Dominio público)