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2.2: Diario del primer viaje a América, 1492-1493 (Extracto)

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    EN NOMBRE DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO

    Mientras que, Príncipes Más Cristianos, Altos, Excelentes y Poderosos, Rey y Reina de España y de las Islas del Mar, nuestros Soberanos, este presente año 1492, después de que Vuestras Altezas hubieran terminado la guerra con los moros reinando en Europa, habiendo sido llevados a su fin en la gran ciudad de Granada, donde el segundo día de enero de este año, vi las banderas reales de Vuestras Altezas plantadas por la fuerza de las armas sobre las torres de la Alhambra, que es la fortaleza de esa ciudad, y vi al rey morisco salir a la puerta de la ciudad y besar las manos de vuestras Altezas, y del Príncipe mi Soberano; y en el presente mes, como consecuencia de la información que le había dado a Sus Altezas respecto a los países de la India y de un Príncipe, llamado Gran Can, que en nuestra lengua significa Rey de Reyes, cómo, en muchas ocasiones él, y sus predecesores habían enviado a Roma solicitando instructores que pudieran enseñarle nuestra santa fe, y el Santo Padre nunca había concedido su petición, por la que se perdían grandes cantidades de personas, creyendo en la idolatría y en las doctrinas de la perdición. Sus Altezas, como cristianos católicos, y príncipes que aman y promueven la santa fe cristiana, y son enemigos de la doctrina de Mahomet, y de toda idolatría y herejía, decididos a enviarme a mí, Cristóbal Colón, a los mencionados países de la India, para ver a dichos príncipes, pueblos y territorios, y para aprender su carácter y el método adecuado de convertirlos a nuestra santa fe; y además dirigió que no procediera por tierra hacia Oriente, como es costumbre, sino por una ruta occidental, en cuya dirección no tenemos hasta ahora ninguna prueba segura de que alguien haya ido. Entonces después de haber expulsado a los judíos de sus dominios, sus Altezas, en el mismo mes de enero, me ordenó proceder con armamento suficiente a dichas regiones de la India, y para ello me concedió grandes favores, y me ennobleció para que de ahí en adelante me llamara Don, y ser Almirante Alto de la Mar, y perpetuo virrey y gobernador en todas las islas y continentes que pueda descubrir y adquirir, o que en lo sucesivo pueda descubrir y adquirir en el océano; y que esta dignidad sea heredada por mi hijo mayor, y así descender de grado en grado para siempre. Entonces salí de la ciudad de Granada, el sábado, día doce de mayo de 1492, y me dirigí a Palos, puerto marítimo, donde armé tres embarcaciones, muy aptas para tal empresa, y habiéndome provisto de abundancia de tiendas y marineros, zarpé del puerto, el viernes tres de agosto, media hora antes del amanecer, y dirigido hacia las Islas Canarias de Sus Altezas que están en dicho océano, de allí para tomar mi partida y proceder hasta llegar a las Indias, y realizar allí la embajada de Sus Altezas a los Príncipes, y dar de alta las órdenes que me dieron. Para ello determiné llevar una cuenta del viaje, y anotar puntualmente todo lo que realizamos o vimos día a día, como aparecerá en lo sucesivo. Por otra parte, Príncipes Soberanos, además de describir cada noche los sucesos del día, y todos los días los de la noche anterior, pretendo elaborar una carta náutica, que contendrá las diversas partes del océano y la tierra en sus propias situaciones; y también componer un libro para representar al conjunto por cuadro con latitudes y longitudes, en todo lo cual cuenta me corresponde abstenerme de mi sueño, y hacer muchas pruebas en la navegación, que cosas van a exigir mucha mano de obra.

    Viernes 3 de agosto de 1492. Zarpó de la barra de Saltes a las 8 horas, y procedió con una fuerte brisa hasta el atardecer, sesenta millas o quince leguas al sur, posteriormente suroeste y sur por poniente, que es la dirección de las Canarias.

    * * * *

    Lunes, 6 de agosto. El timón de la carabela Pinta se aflojó, estando roto o sin embarcar. Se creía que esto sucedió por la artimaña de Gómez Rascón y Christopher Quintero, quienes se encontraban a bordo de la carabela, porque no les gustó el viaje. El almirante dice que los había encontrado en una disposición desfavorable antes de partir. Estaba muy ansioso por no poder costear ninguna asistencia en este caso, pero dice que algo calmó sus aprensiones al saber que Martín Alonzo Pinzón, capitán de la Pinta, era un hombre de coraje y capacidad. Se hizo un avance, día y noche, de veintinueve ligas.

    * * * *

    Jueves 9 de agosto. El Almirante no logró llegar a la isla de Gomera hasta la noche del domingo. Martín Alonzo se quedó en Gran Canaria por mando del Almirante, al no poder hacer compañía a las otras embarcaciones. Posteriormente el almirante regresó a Gran Canaria, y ahí con mucha mano de obra reparó la Pinta, siendo auxiliada por Martín Alonzo y los demás; finalmente navegaron a Gomera. Vieron una gran erupción de nombres desde el Pico de Teneriffe, una montaña elevada. La Pinta, que antes había portado velas latinas, la alteraron y la hicieron aparejada cuadrada. Regresó a Gomera, domingo 2 de septiembre, con la Pinta reparada.

    Dice el Almirante que le aseguraron muchos respetables españoles, habitantes de la isla de Ferro, que estaban en Gomera con doña Inez Peraza, madre de Guillén Peraza, después primer conde de Gomera, que cada año veían tierras al oeste de Canarias; y otros de Gomera afirmaron lo mismo con el como garantías. El almirante aquí dice que recuerda, mientras estaba en Portugal, en 1484, llegó una persona al Rey desde la isla de Madeira, solicitando una embarcación para ir en busca de tierra, que afirmó que veía todos los años, y siempre de la misma apariencia. También dice que recuerda lo mismo lo dijeron los habitantes de las Azores y lo describieron como en una dirección similar, y de la misma forma y tamaño. Habiendo ingerido alimentos, agua, carne y demás provisiones, que habían sido proporcionadas por los hombres que dejó en tierra al partir hacia Gran Canaria para reparar la Pinta, el Almirante tomó su salida final de Gomera con las tres embarcaciones el jueves 6 de septiembre.

    * * * *

    Domingo, 9 de septiembre. Navegó este día diecinueve leguas, y decidido a contar menos que el número verdadero, que la tripulación podría no sentirse consternada si el viaje resultara largo. En la noche navegaron ciento veinte millas, a razón de diez millas por hora, que hacen treinta leguas. Los marineros se dirigieron mal, provocando que las embarcaciones cayeran a sotavento hacia el noreste, por lo que el Almirante los reprendió reiteradamente.

    Lunes, 10 de septiembre. Este día y noche navegaron sesenta leguas, a razón de diez millas por hora, que son dos leguas y media. Se contabilizaron sólo cuarenta y ocho leguas, que los hombres podrían no estar aterrorizados si tardaban mucho en el viaje.

    Martes 11 de septiembre. Dirigieron su rumbo al oeste y navegaron por encima de veinte leguas; vieron un gran fragmento del mástil de una embarcación, al parecer de ciento veinte toneladas, pero no pudieron recogerlo. En la noche navegó alrededor de veinte leguas, y contabilizaron sólo dieciséis, por la causa antes señalada.

    * * * *

    Viernes, 14 de septiembre. Dirigido este día y noche al oeste veinte leguas; contadas algo menos. La tripulación de la Nina afirmó que habían visto un grajao, y un ave trópica, o laveta acuática, aves que nunca van más allá de veinticinco leguas de la tierra.

    * * * *

    Domingo, 16 de septiembre. Navegaba día y noche, treinta y nueve leguas al oeste, y contaba sólo treinta y seis. Algunas nubes se levantaron y lloviznó. El Almirante aquí dice que a partir de esta época experimentaron un clima muy agradable, y que las mañanas fueron de lo más encantadoras, queriendo nada más que la melodía de los ruiseñores. Compara el clima con el de Andalucía en abril. Aquí comenzaron a encontrarse con grandes parches de maleza muy verdes, y que parecían haber sido arrastrados recientemente de la tierra; por lo que todos se juzgaron cerca de alguna isla, aunque no de un continente, según la opinión del Almirante, quien dice, “el continente lo encontraremos más lejos adelante.”

    Lunes, 17 de septiembre. Dirigido hacia el oeste y navegó, día y noche, por encima de cincuenta leguas; anotó sólo cuarenta y siete; la corriente los favoreció. Vieron una gran cantidad de maleza que resultó ser rockweed, venía del oeste y se reunían con ella muy frecuentemente. Ellos opinaban que la tierra estaba cerca. Los pilotos tomaron la amplitud del sol, y encontraron que las agujas variaban hacia el noroeste todo un punto de la brújula; los marineros estaban aterrorizados, y consternados sin decir por qué. El Almirante descubrió la causa, y les ordenó volver a tomar la amplitud a la mañana siguiente, cuando encontraron que las agujas eran ciertas; la causa fue que la estrella se movió de su lugar, mientras que las agujas permanecían estacionarias. Al amanecer vieron muchas más malezas, al parecer malas hierbas de río, y entre ellas un cangrejo vivo, que guardaba el Almirante, y dice que estos son signos seguros de tierra, nunca siendo hallados ochenta leguas en el mar. Encontraron el agua de mar menos salada desde que salieron de Canarias, y el aire más suave. Todos estaban muy alegres, y se esforzaban en qué embarcación debía navegar más allá de los demás, y ser el primero en descubrir tierra; vieron muchos tunnies, y la tripulación de la Nina mató a uno. Aquí dice el Almirante que estas señales eran del occidente, “donde espero que ese Dios alto en cuya mano está toda la victoria nos dirija rápidamente a la tierra”. Esta mañana dice que vio a un pájaro blanco llamado agua-wagtail, o ave trópica, que no duerme en el mar.

    * * * *

    19 de septiembre. Continuó, y navegó, día y noche, veinticinco leguas, experimentando una calma. Anotó veintidós. Este día a las diez de la mañana subió a bordo un pelícano, y por la tarde otro; estas aves no están acostumbradas a ir a veinte leguas de tierra. Lloviznaba sin viento, lo que es una señal segura de tierra. El Almirante no estaba dispuesto a quedarse aquí, golpeando en busca de tierra, pero lo sostuvo con certeza que había islas al norte y al sur, lo que de hecho era el caso y navegaba en medio de ellas. Su deseo era proceder a las Indias, teniendo tan buen tiempo, pues si le agrada a Dios, como dice el Almirante, examinaremos estas partes a nuestro regreso. Aquí los pilotos encontraron sus lugares en la tabla: el ajuste de cuentas de la Nina la alejó cuatrocientas cuarenta leguas de Canarias, la de la Pinta cuatrocientos veinte, la del Almirante cuatrocientos.

    Jueves 20 de septiembre. Dirigido hacia el oeste por el norte, variando con cambios alternos del viento y calma; hizo avances de siete u ocho ligas. Dos pelícanos subieron a bordo, y después otro, —una señal del barrio de tierra. Vio grandes cantidades de maleza hoy, aunque ayer no se observó ninguna. Atrapó un ave similar a un grajao; era un río y no un ave marina, con pies como los de una gaviota. Hacia la noche dos o tres aves terrestres llegaron al barco, cantando; desaparecieron antes del amanecer. Posteriormente se vio un pelícano que venía del oeste-noroeste y volaba hacia el suroeste; una evidencia de tierra hacia el oeste, ya que estas aves duermen en la orilla, y se van al mar por la mañana en busca de alimento, sin proceder nunca a veinte leguas de la tierra.

    Viernes 21 de septiembre. La mayor parte del día calma, después un poco de viento. Dirigieron su rumbo día y noche, navegando menos de trece ligas. Por la mañana encontraron tal abundancia de malezas que el océano parecía estar cubierto con ellas; venían del oeste. Vi un pelícano; el mar liso como un río, y el aire más fino del mundo. Vio una ballena, un indicio de tierra, ya que siempre se mantienen cerca de la costa.

    Sábado 22 de septiembre. Dirigido por el oeste-noroeste variando su curso, y haciendo treinta avances de ligas. Vio pocas malas hierbas. Se vieron algunas pardelas, y otra ave. El almirante aquí dice “este viento en contra me fue muy necesario, pues mi tripulación se había alarmado mucho, temyendo que nunca deberían encontrarse en estos mares con un viento justo para regresar a España”. Parte del día no vio malezas, después gran abundancia de ella.

    Domingo, 23 de septiembre. Navegó noroeste y noroeste por norte y en ocasiones oeste casi veintidós leguas. Vi una tórtola, un pelícano, un ave de río y otras aves blancas; —maleza en abundancia con cangrejos entre ellos. Siendo el mar suave y tranquilo, los marineros murmuraron, diciendo que se habían metido en aguas suaves, donde nunca soplaría para llevarlos de regreso a España; pero después el mar se levantó sin viento, lo que los asombró. Dice el Almirante en esta ocasión “el levantamiento del mar me fue muy favorable, como le sucedió anteriormente a Moisés cuando condujo a los judíos desde Egipto”.

    * * * *

    Martes 25 de septiembre. Muy tranquilo este día; después se levantó el viento. Continuaron su curso hacia el oeste hasta la noche. El Almirante sostuvo una conversación con Martín Alonzo Pinzón, capitán de la Pinta, respetando una carta que el Almirante le había enviado tres días antes, en la que parece que había marcado ciertas islas en ese mar; Martín Alonzo opinó que estaban en su barrio, y el Almirante respondió que pensó lo mismo, pero como no se habían reunido con ellos, debió ser debido a las corrientes que los habían llevado hacia el noreste y que no habían logrado tal avance como afirmaron los pilotos. El Almirante le indicó que devolviera la carta, cuando trazó su rumbo sobre ella en presencia del piloto y los marineros.

    Al atardecer Martín Alonzo gritó con gran alegría desde su embarcación que vio tierra, y exigió al Almirante una recompensa por su inteligencia. Dice el almirante, al escucharlo declarar esto, cayó de rodillas y regresó gracias a Dios, y Martín Alonzo con su tripulación repitió a Gloria en excelsis Deo, al igual que la tripulación del Almirante. Los que estaban a bordo de la Nina subieron al aparejo, y todos declararon que vieron tierra. El Almirante también pensó que era tierra, y a unas veinticinco leguas distantes. Permanecieron toda la noche repitiendo estas afirmaciones, y el Almirante ordenó que su rumbo se cambiara de oeste a suroeste donde aparecía que yacía la tierra. Ese día navegaron cuatro ligas y media al oeste y en la noche diecisiete leguas al suroeste, en las veintiuna y media: le dijeron a la tripulación trece leguas, haciendo un punto para que no supieran hasta dónde habían navegado; de esta manera se mantuvieron dos conteos, el más corto falsificado, y el otro siendo la verdadera cuenta. El mar era muy suave y muchos de los marineros entraron en él a bañarse, vieron muchos dories y otros peces.

    Miércoles 26 de septiembre. Continuaron su curso hacia el oeste hasta la tarde, luego al suroeste y descubrieron que lo que habían tomado por tierra no eran más que nubes. Navegó, día y noche, treinta y una leguas; contadas a la tripulación veinticuatro. El mar era como un río, el aire suave y suave.

    * * * *

    Domingo, 30 de septiembre. Continuaron su rumbo al oeste y navegaron día y noche en calma, catorce leguas; contabilizadas once. —Cuatro aves trópicas llegaron al barco, lo que es un signo muy claro de tierra, pues tantas aves de un tipo juntas muestran que no se están extraviando, habiéndose perdido. Dos veces, vi dos pelícanos; muchas malas hierbas. La constelación llamada Las Gallardias, que por la tarde aparecía en dirección oeste, fue vista en el noreste a la mañana siguiente, sin avanzar más en una noche de nueve horas, así era todas las noches, como dice el Almirante. Por la noche las agujas variaban un punto hacia el noroeste, por la mañana eran ciertas, por lo que parece que la estrella polar se mueve, como las demás, y las agujas siempre tienen razón.

    Lunes 1 de octubre. Continuaron su rumbo al oeste y navegaron veinticinco leguas; contabilizadas a la tripulación veinte. Experimentó una ducha pesada. El piloto del Almirante comenzó a temer esta mañana que estuvieran quinientas setenta y ocho leguas al oeste de la isla de Ferro. El corto ajuste de cuentas que el Almirante mostró a su tripulación dio quinientos ochenta y cuatro, pero el verdadero que se guardaba para sí mismo era de setecientas siete leguas.

    * * * *

    Sábado, 6 de octubre. Continuaron su rumbo al oeste y navegaron cuarenta leguas día y noche; contabilizaron a la tripulación treinta y tres. Esta noche Martin Alonzo dio como su opinión que mejor tenían que dirigir de oeste a suroeste. El Almirante pensó a partir de esto que Martín Alonzo no deseaba continuar hacia Cipango; pero consideró que lo mejor era seguir su rumbo, ya que probablemente debería llegar antes a la tierra en esa dirección, prefiriendo visitar primero el continente, y luego las islas.

    Domingo, 7 de octubre. Continuaron su rumbo hacia el oeste y navegaron doce millas por hora, durante dos horas, luego ocho millas por hora. Navegó hasta una hora después del amanecer, veintitrés leguas; contadas a la tripulación dieciocho. Al amanecer la carabela Nina, quien siguió adelante por su rapidez en la navegación, mientras todas las embarcaciones se esforzaban por sobrevolar unas a otras, y obtener la recompensa prometida por el Rey y la Reina al descubrir primero tierra, izó una bandera en su mástil y disparó una lombarda, como señal de que había descubierto tierra, pues el Almirante había dado órdenes en ese sentido. También había ordenado que los barcos se mantuvieran en estrecha compañía al amanecer y al atardecer, ya que el aire era más favorable en esos momentos para ver a distancia. Hacia la tarde no viendo nada de la tierra para la que la Nina había hecho señales, y observando grandes bandadas de aves que venían del Norte y haciendo hacia el suroeste, por lo que se hizo probable que fueran a aterrizar para pasar la noche, o abandonando los países del norte, a causa de el invierno que se aproximaba, determinó alterar su rumbo, sabiendo también que los portugueses habían descubierto la mayoría de las islas que poseían atendiendo el vuelo de las aves. En consecuencia, el Almirante cambió su rumbo de poniente a oeste-suroeste, con la resolución de continuar dos días mal en esa dirección. Esto se hizo aproximadamente una hora después del atardecer. Navegó en la noche casi cinco leguas, y veintitrés en el día. En los veintiocho.

    8 de octubre. Dirigido oeste-suroeste y navegó día y noche once o doce leguas; a veces durante la noche, quince millas por hora, si se puede depender de la cuenta. Encontró el mar como el río en Sevilla, “gracias a Dios”, dice el Almirante. El aire suave como el de Sevilla en abril, y tan fragante que estaba delicioso respirarlo. Las malas hierbas parecían muy frescas. Muchas aves terrestres, una de las cuales tomaron, volando hacia el suroeste; también se vieron grajaos, patos y un pelícano.

    Martes 9 de octubre. Navegaron al suroeste cinco leguas, cuando el viento cambió, y se pararon al oeste por el norte cuatro leguas. Navegó todo el día y la noche, veinte leguas y media; contadas a la tripulación diecisiete. Toda la noche oyó pasar pájaros.

    Miércoles 10 de octubre. Dirigido oeste-suroeste y navegó a veces diez millas por hora, a otras doce, y a otras siete; día y noche avanzaban cincuenta y nueve ligas; contadas a la tripulación pero cuarenta y cuatro. Aquí los hombres perdieron toda la paciencia, y se quejaron de la duración del viaje, pero el Almirante los alentó de la mejor manera que pudo, representando las ganancias que estaban a punto de adquirir, y agregando que no tenía ningún propósito quejarse, habiendo llegado tan lejos, no tenían nada que hacer más que continuar hacia las Indias, hasta que con la ayuda de nuestro Señor, ellos llegaran allí.

    Jueves 11 de octubre. Se dirigió al oeste-suroeste; y se encontró con un mar más pesado de lo que se habían encontrado antes en todo el viaje. Vio pardelas y una fiebre verde cerca de la embarcación. La tripulación de la Pinta vio un bastón y un tronco; también recogieron un palo que parecía haber sido tallado con una herramienta de hierro, un trozo de caña, una planta que crece en tierra, y una tabla. La tripulación de la Nina vio otros signos de tierra, y un tallo cargado de bayas de rosa. Estos signos los animaron, y todos se volvieron alegres. Navegó este día hasta el atardecer, veintisiete leguas.

    Después de la puesta del sol dirigió su rumbo original hacia el oeste y navegó doce millas por hora hasta dos horas después de la medianoche, yendo noventa millas, que son veintidós leguas y media; y como la Pinta era la marinera más veloz, y se mantenía por delante del Almirante, descubrió tierra e hizo las señales que se habían ordenado. El terreno fue visto por primera vez por un marinero llamado Rodrigo de Triana, aunque el Almirante a las diez de la tarde de pie en el cuarto de cubierta vio una luz, pero un cuerpo tan pequeño que no pudo afirmarlo para que fuera tierra; llamando a Pero Gutiérrez, novio del armario del Rey, le dijo que vio una luz, y le pidió que mirara de esa manera, lo que hizo y lo vio; le hizo lo propio a Rodrigo Sánchez de Segovia, a quien los Reyes habían enviado con el escuadrón como contralor, pero no pudo verlo desde su situación. El Almirante volvió a percibirlo una o dos veces, apareciendo como la luz de una vela de cera moviéndose hacia arriba y hacia abajo, lo que algunos pensaban que era un indicio de tierra Pero el Almirante lo sostuvo con certeza que la tierra estaba cerca; por lo cual, después de haber dicho el Salve que los marineros están acostumbrados a repetir y cantar según su moda, el Almirante les ordenó que vigilaran rigurosamente el edificio de proa y cuidaran diligentemente la tierra, y a aquel que primero debía descubrirlo prometió una chaqueta de seda, además de la recompensa que habían ofrecido el Rey y la Reina, que era una anualidad de diez mil maravedis. A las dos de la mañana se descubrió la tierra, a distancia de dos ligas; zarparon y permanecieron bajo la vela cuadrada tendida hasta el día, que era viernes, cuando se encontraron cerca de una pequeña isla, una de las Lucayos, llamada en lengua india guanahani. Actualmente describieron a personas, desnudas, y el Almirante aterrizó en el bote, el cual estaba armado, junto con Martín Alonzo Pinzón, y Vicente Yáñez su hermano, capitán de la Nina. El Almirante llevaba el estandarte real, y los dos capitanes cada uno una pancarta de la Cruz Verde, que todas las naves habían llevado; esta contenía las iniciales de los nombres del Rey y la Reina a cada lado de la cruz, y una corona sobre cada letra Llegó a la orilla, vieron árboles muy verdes muchas corrientes de agua, y diversos tipos de frutas. El Almirante hizo un llamado a los dos Capitanes, y al resto de la tripulación que aterrizó, como también a Rodrigo de Escovedo notario de la flota, y Rodrigo Sánchez, de Segovia, a dar testimonio de que él antes que todos los demás tomó posesión (como de hecho lo hizo) de esa isla para el Rey y la Reina sus soberanos, haciendo que el declaraciones requeridas, que están más en general establecidas aquí por escrito. Los números de la gente de la isla se juntaron inmediatamente. Aquí siguen las palabras precisas del Almirante: “Al ver que eran muy amables con nosotros, y percibí que podían convertirse mucho más fácilmente a nuestra santa fe por medios gentiles que por la fuerza, les presenté algunas gorras rojas, y cadenas de cuentas para llevar en el cuello, y muchas otras bagatelas de pequeñas valor, con lo que estaban muy encantados, y se volvieron maravillosamente apegados a nosotros. Después llegaron nadando a las embarcaciones, trayendo loros, bolas de hilo de algodón, jabalinas, y muchas otras cosas que intercambiaban por artículos que les dimos, como cuentas de vidrio, y campanas de halcón; cuyo comercio se realizaba con la máxima buena voluntad. Pero me parecieron en su conjunto, ser un pueblo muy pobre. Todos van completamente desnudos, incluso las mujeres, aunque vi solo a una chica. Todos los que vi eran jóvenes, no mayores de treinta años de edad, bien hechos, con finas formas y rostros; su pelo corto, y grueso como el de la cola de un caballo, peinado hacia la frente, excepto una pequeña porción que sufren para colgarse detrás, y nunca cortar. Algunos se pintan de negro, lo que los hace parecer como los de Canarias, ni negros ni blancos; otros con blanco, otros con rojo, y otros con los colores que pueden encontrar. Algunos pintan la cara, y algunos todo el cuerpo; otros sólo los ojos, y otros la nariz. Armas que no tienen, ni las conocen, pues yo les mostré espadas que agarraron por las cuchillas, y se cortaron a través de la ignorancia. No tienen hierro, sus jabalinas están sin él, y nada más que palos, aunque algunos tienen espinas de pescado u otras cosas en los extremos. Todos ellos son de buen tamaño y estatura, y generosamente formados. Vi a algunos con cicatrices de heridas en sus cuerpos, y les exigía por señales el de ellos; me contestaron de la misma manera, que había gente de las otras islas del barrio que se esforzaban por hacerles prisioneros, y se defendieron. Pensé entonces, y sigo creyendo, que estos eran del continente. Me parece, que la gente es ingeniosa, y serían buenos sirvientes y opino que muy fácilmente se convertirían en cristianos, ya que parecen no tener religión. Aprenden muy rápidamente tales palabras como se les habla. Si le agrada a nuestro Señor, pretendo a mi regreso llevar a casa seis de ellos a Vuestras Altezas, para que aprendan nuestro idioma. No vi bestias en la isla, ni ningún tipo de animales excepto loros”. Estas son las palabras del Almirante.

    Sábado 13 de octubre. “Al amanecer llegaron a la orilla grandes multitudes de hombres, todos jóvenes y de formas finas, muy guapos; sus cabellos no rizados sino lisos y gruesos como cabellos de caballo, y todos con frentes y cabezas mucho más anchas que cualquier gente que hubiera visto hasta ahora; sus ojos eran grandes y muy hermosos; no eran negros, sino el color de los habitantes de Canarias, lo cual es una circunstancia muy natural, estando en la misma latitud con la isla de Ferro en Canarias. Eran de extremidades rectas sin excepción, y no con vientres prominentes sino con formas generosas. Llegaron al barco en canoas, hechas de un solo tronco de un árbol, labradas de una manera maravillosa considerando el país; algunas de ellas lo suficientemente grandes como para contener cuarenta o cuarenta y cinco hombres, otras de diferentes tamaños hasta los aptos para sostener sino una sola persona. Remaban con un remos como una cáscara de panadero, y maravillosamente veloces. Si les molesta, todos saltan al mar, y nadan hasta que han levantado su canoa y la han vaciado con las calabazas que llevan consigo. Llegaron cargados de bolas de algodón, loros, jabalinas, y otras cosas demasiado numerosas para mencionarlas; estas las intercambiaron por lo que elegimos para darles. Estuve muy atenta con ellos, y me esforcé por saber si tenían algún oro. Al ver a algunos de ellos con pedacitos de este metal colgando de sus narices, saqué de ellos por señales de que yendo hacia el sur o dando vueltas por la isla en esa dirección, se encontraría un rey que poseía grandes vasijas de oro, y en grandes cantidades. Me esforcé en conseguirlos para que lideraran el camino allá, pero descubrí que no estaban familiarizados con la ruta. Decidí quedarme aquí hasta la tarde del día siguiente, para luego navegar hacia el suroeste; porque según lo que pude aprender de ellos, había tierra en el sur así como en el suroeste y noroeste y los del noroeste vinieron muchas veces y pelearon con ellos y continuaron hacia el suroeste en búsqueda de oro y piedras preciosas. Se trata de una isla grande y nivelada, con árboles extremadamente florecientes, y arroyos de agua; hay un gran lago en medio de la isla, pero no montañas: el conjunto está completamente cubierto de verdor y encantador para la vista. Los nativos son un pueblo inofensivo, y tan deseosos de poseer cualquier cosa que vieron con nosotros, que siguieron nadando hacia los barcos con lo que pudieran encontrar, y fácilmente canjearon por cualquier artículo que consideremos conveniente para darles a cambio, incluso como platos rotos y fragmentos de vidrio. Vi de esta manera dieciséis bolas de hilo de algodón que pesaban por encima de las veinticinco libras, dadas por tres ceutis portugueses. Este tránsito lo prohibí, y no sufrí que nadie les quitara su algodón, a menos que ordenara que se adquiriera para sus Altezas, si se podían atender las cantidades adecuadas. Crece en esta isla, pero desde mi corta estancia aquí no pude satisfacerme plenamente concerniente a ella; el oro, también, que llevan en la nariz, se encuentra aquí, pero no a perder el tiempo, estoy decidido a seguir adelante y determinar si puedo llegar a Cipango. Por la noche todos iban a la orilla con sus canoas.

    Domingo 14 de octubre. Por la mañana, ordené que se prepararan los barcos, y navegé por la isla hacia el nor-noreste para examinar esa parte de ella, habiéndonos aterrizado primero en la parte oriental. Actualmente descubrimos dos o tres pueblos, y toda la gente bajó a la orilla, gritándonos, y dando gracias a Dios. Algunos nos trajeron agua, y otros avituales: otros viendo que no estaba dispuesto a aterrizar, se sumergió en el mar y nadó hacia nosotros, y percibimos que nos interrogaron si habíamos venido del cielo. Un anciano se subió a bordo de mi barco; los demás, tanto hombres como mujeres, gritaron a gran voz— —Ven a ver a los hombres que han venido de los cielos. Tráiganles avituales y beben”. Llegaron muchos de ambos sexos, cada uno trayendo algo, dando gracias a Dios, postrándose en la tierra y levantando sus manos al cielo. Nos llamaron en voz alta para que viniéramos a tierra, pero yo estaba aprensivo por un arrecife de rocas, que rodea a toda la isla, aunque dentro hay profundidad de agua y espacio suficiente para todas las naves de la cristiandad, con una entrada muy estrecha. Hay algunos bajíos dentro, pero el agua es tan suave como un estanque. Fue para ver estas partes que me planté por la mañana, pues deseé darle una relación completa a Sus Altezas, como también para encontrar dónde podría construirse un fuerte. Descubrí una lengua de tierra que aparecía como una isla aunque no lo era, pero que podría ser cortada y hecha así en dos días; contenía seis casas. No veo, sin embargo, la necesidad de fortificar el lugar, ya que la gente de aquí es simple en asuntos bélicos, como verán Vuestras Altezas por esos siete que he ordenado que sean llevados y llevados a España para aprender nuestro idioma y regresar, a menos que sus Altezas decidan tenerlos todos transportados a Castilla, o mantenidos cautivos en la isla. Podía conquistarlos a todos con cincuenta hombres, y gobernarlos como me plazca. Cerca del islote que he mencionado había arboledas de árboles, las más bellas que he visto jamás, con su follaje tan verde como el que vemos en Castilla en abril y mayo. También hubo muchos arroyos. Después de haber hecho un relevamiento de estas partes, regresé al barco, y zarpando, descubrí tal cantidad de islas que no sabía cuál visitar primero; los nativos a los que había llevado a bordo me informaron por señales que había tantas de ellas que no podían ser numeradas; repitieron los nombres de más de cien. Decidí dirigir para el más grande, que está a unas cinco leguas de San Salvador; los otros estaban algunos a una mayor, y algunos a menor distancia de esa isla. Todos están muy nivelados, sin montañas, sumamente fértiles y poblados, los habitantes viven en guerra unos con otros, aunque una raza sencilla, y con cuerpos delicados.

    15 de octubre. Se paró y siguió durante la noche, determinando no llegar a fondear hasta la mañana, temiendo encontrarse con bajíos; continuamos nuestro rumbo por la mañana; y como se encontró que la isla estaba a seis o siete leguas de distancia, y la marea estaba en contra de nosotros, era mediodía cuando llegamos allí. Encontré esa parte de ella hacia San Salvador extendiéndose de norte a sur cinco leguas, y el otro lado por el que costeamos, corría de este a oeste más de diez leguas. De esta isla que espía una aún más grande hacia el oeste, zarpé en esa dirección y seguí hasta la noche sin llegar al extremo occidental de la isla, donde le di el nombre de Santa María de la Concepción. Acerca del atardecer anclamos cerca del cabo que termina la isla hacia el oeste para preguntar por oro, porque los nativos que habíamos tomado de San Salvador me dijeron que la gente de aquí llevaba brazaletes dorados en brazos y piernas. Yo creía con bastante confianza que habían inventado esta historia con el fin de encontrar medios para escapar de nosotros, aún así determiné pasar ninguna de estas islas sin tomar posesión, porque una vez tomada, respondería para todos los tiempos. Anclamos y permanecimos hasta el martes, cuando al amanecer bajé a tierra con los barcos armados. Las personas que encontramos desnudas como las de San Salvador, y de la misma disposición. Nos sufrieron para atravesar la isla, y nos dieron lo que les pedimos. Al soplar el viento hacia el sureste sobre la orilla donde yacían las embarcaciones, determiné no permanecer, y me dirigí a la nave. Una gran canoa estando cerca de la carabela Nina, uno de los nativos de San Salvador saltó por la borda y nadó hacia ella; (otro había hecho su fuga la noche anterior,) la canoa que era alcanzada por el fugitivo, los nativos remaron por la tierra con demasiada rapidez para ser adelantados; habiendo aterrizado, algunos de mis hombres bajaron a tierra en persecución de ellos, cuando abandonaron la canoa y huyeron con precipitaciones; la canoa que les había dejado fue traída a bordo de la Nina, donde de otro cuarto había llegado una pequeña canoa con un solo hombre, quien llegó a truecar un poco de algodón; algunos de los marineros que lo encontraron reacio a subir a bordo del buque, saltaron a la mar y se lo llevó. Yo estaba en el cuarto de cubierta de mi barco, y viendo el conjunto, mandé a buscarlo, y le di una gorra roja, le puse unas cuentas de vidrio en los brazos y dos campanas de halcón en sus oídos. Entonces ordené que le devolvieran su canoa, y lo envié de vuelta a tierra.

    Ahora zarpé hacia la otra isla grande al oeste y di órdenes para que la canoa que la Nina tenía a cuestas se dejara a la deriva. Yo me había negado a recibir el algodón del nativo a quien envié a la orilla, aunque él me lo presionó. Yo lo cuidé y vi en su aterrizaje que los demás todos corrieron a encontrarse con él con mucha maravilla. Se les pareció que éramos gente honesta, y que el hombre que se había escapado de nosotros nos había hecho alguna lesión, por lo que lo mantuvimos bajo custodia. Fue para favorecer esta noción que ordené que la canoa se dejara a la deriva, y le di al hombre los regalos antes mencionados, que cuando sus Altezas envíen otra expedición a estas partes puede encontrarse con una recepción amistosa. Todo lo que le di al hombre no valía cuatro maravedis. Zarpamos alrededor de las diez en punto, con el viento al sureste y nos paramos hacia el sur para la isla que mencioné anteriormente, que es una muy grande, y donde según el relato de los nativos a bordo, hay mucho oro, los habitantes lo llevan en brazaletes en brazos, piernas y cuellos, así como en sus oídos y en sus narices. Esta isla se encuentra a nueve leguas de distancia de Santa María en dirección oeste. Esta parte de ella se extiende de noroeste, a sureste y parece tener veintiocho leguas de largo, muy nivelada, sin ninguna montaña, como San Salvador y Santa María, teniendo una buena orilla y no rocosa, excepto algunas repisas bajo el agua, lo que hace necesario anclar a cierta distancia, aunque el agua es muy claro, y se puede ver el fondo. Dos tomas de una lombarda desde la tierra, el agua es tan profunda que no puede sonarse; este es el caso en todas estas islas. Todos ellos son extremadamente verdes y fértiles, con el aire agradable, y probablemente contienen muchas cosas de las que soy ignorante, no me inclino a quedarme aquí, sino a visitar otras islas en busca de oro. Y considerando las indicaciones de la misma entre los nativos que la llevan en brazos y piernas, y habiendo comprobado que es el verdadero metal mostrándoles algunas piezas del mismo que tengo conmigo, no puedo fallar, con la ayuda de nuestro Señor, en encontrar el lugar que lo produce.

    Estando en el mar, a medio camino entre Santa María y la gran isla, a la que llamo Fernandina, conocimos a un hombre en una canoa que iba de Santa María a Fernandina; llevaba consigo un trozo del pan que hacen los nativos, tan grande como el puño, una calabaza de agua, una cantidad de tierra rojiza, pulverizada y después amasado, y algunas hojas secas que están en alto valor entre ellas, pues una cantidad de ella me fue traída en San Salvador; tenía además una canastilla hecha según su moda, que contenía algunas cuentas de vidrio, y dos blancas por todo lo que sabía que había venido de San Salvador, y había pasado de allí a Santa María. Él llegó al barco y yo hice que lo llevaran a bordo, como él lo solicitó; nosotros llevamos su canoa también a bordo y nos ocupamos de sus cosas. Yo le ordené que se le entregara pan y miel, y que bebiera, y lo llevara a Fernandina y le diera sus bienes, para que lleve un buen reporte de nosotros, para que si le agrada a nuestro Señor cuando Vuestras Altezas envíen de nuevo a estas regiones, los que lleguen aquí puedan recibir honor, y procurar lo que el se puede encontrar que los nativos poseen.

    Martes 16 de octubre. Zarpó de Santa María alrededor del mediodía, para Fernandina que apareció muy grande en el poniente; navegó todo el día con calma, y no pudo llegar lo suficientemente pronto para ver la orilla y seleccionar un buen fondeo, pues hay que tener mucho cuidado en este particular, para que no se pierdan las anclas. Golpearon arriba y abajo toda la noche, y por la mañana llegó a un pueblo y ancló. Este era el lugar al que había ido el hombre que habíamos recogido en el mar, cuando lo colocamos en la orilla. Él había dado una cuenta tan favorable de nosotros, que toda la noche había un gran número de canoas saliendo hacia nosotros, que nos traían agua y otras cosas. Ordené que a cada hombre se le presentara algo, como cuerdas de diez o una docena de cuentas de vidrio cada una, y tangas de cuero, todas las cuales estimaron altamente; las que venían a bordo que dirigí deberían alimentarse con melaza. A las tres de la mañana, envié el barco a la orilla por agua; los nativos con gran buena voluntad dirigieron a los hombres hacia dónde encontrarla, los ayudaban a llevar las barricas llenas de ella hasta la barca, y parecieron tener un gran placer en servirnos. Esta es una isla muy grande, y he resuelto costarla alrededor, pues según tengo entendido, en, o cerca de la isla, hay una mina de oro. Se encuentra a ocho leguas al oeste de Santa María, y el cabo donde hemos llegado, y toda esta costa se extiende de norte-noroeste a sur-sureste. He visto veinte leguas de ella, pero no el final. Ahora bien, escribiendo esto, zarpé con viento sureño para circunnavegar la isla, y busco hasta que podamos encontrar a Samoet, que es la isla o ciudad donde está el oro, según el relato de quienes suben a bordo del barco, a lo que corresponde la relación de los de San Salvador y Santa María. Estas personas son similares a las de las islas que acabamos de mencionar, y tienen el mismo idioma y costumbres; con la excepción de que aparecen algo más civilizadas, mostrándose más sutiles en sus tratos con nosotros, truequeando su algodón y otros artículos con más ganancias que las otras habían experimentado . Aquí vimos tela de algodón, y percibimos a la gente más decente, las mujeres vistiendo una ligera cubierta de algodón sobre los nudities. La isla es verde, nivelada y fértil en alto grado; y no dudo que el grano sea sembrado y cosechado todo el año, así como todas las demás producciones del lugar. Vi muchos árboles, muy distintos a los de nuestro país, y muchos de ellos tenían ramas de distinto tipo sobre el mismo tronco; y tal diversidad estaba entre ellos que era la mayor maravilla del mundo para la vista. Así, por ejemplo, una rama de un árbol llevaba hojas como las de un bastón, otra rama del mismo árbol, hojas similares a las del lentisco. De esta manera un solo árbol lleva cinco o seis tipos diferentes. Esto tampoco se hace por injerto, pues eso es una obra de arte, mientras que estos árboles crecen silvestres, y los nativos no se preocupan por ellos. No tienen religión, y creo que muy fácilmente se convertirían en cristianos, ya que tienen un buen entendimiento. Aquí los peces son tan disímiles a los nuestros que es maravilloso. Algunos tienen forma de dorias, de los tonos más finos del mundo, azul, amarillo, rojo, y de cualquier otro color, algunos abigarrados con mil tintes diferentes, tan hermosos que nadie al mirarlos podría dejar de expresar la más alta maravilla y admiración. Aquí también están las ballenas. Bestias, no vimos ninguna, ni ninguna criatura en tierra salvo loros y lagartos, pero un chico me dijo que vio una serpiente grande. No se vieron ovejas ni cabras, y aunque nuestra estancia aquí ha sido corta, siendo ahora mediodía, sin embargo, había alguna, difícilmente podría haber fallado en verlas. La circunnavegación de la isla voy a describir después.

    Miércoles 17 de octubre. Al mediodía zarpamos del pueblo donde habíamos anclado y regado. Mantuvimos nuestro rumbo para navegar alrededor de la isla; el viento suroeste y sur. Mi intención era seguir la costa de la isla hacia el sureste ya que corre en esa dirección, siendo informado por los indios que tengo a bordo, además de otro con quien me encontré aquí, que en tal curso debería reunirme con la isla a la que llaman Samoet, donde se encuentra oro. Me informó además Martín Alonzo Pinzón, capitán de la Pinta, a bordo del cual había enviado a tres de los indios, que uno de ellos le había asegurado que podría navegar alrededor de la isla mucho antes por el noroeste. Al ver que el viento no me permitiría proceder en la dirección que primero contemplé, y encontrándolo favorable para el que así me recomendó, me dirigí hacia el noroeste y llegando al extremo de la isla a una distancia de dos ligas, descubrí un notable refugio con dos entradas, formado por un isla en su desembocadura, ambas muy estrechas, el interior lo suficientemente amplio como para cien barcos, había suficiente profundidad de agua. Me pareció aconsejable examinarlo, y por lo tanto anclado afuera, y fui con los botes a sonarlo, pero encontré el agua poco profunda. Como primero me había imaginado que era la desembocadura de un río, había dirigido las barricas para que fueran llevadas a tierra para tomar agua, lo que al hacerse descubrimos ocho o diez hombres que inmediatamente se acercaron a nosotros, y nos dirigían a un pueblo del barrio; en consecuencia envié a las tripulaciones allá en busca de agua, parte de ellos armados, y el resto con las toneles, y el lugar estando a cierta distancia me detuvo aquí un par de horas. Mientras tanto me desvié entre las arboledas, que presentan la vista más encantadora jamás presenciada, un grado de verdor que prevalece como el de mayo en Andalucía, los árboles tan diferentes de los de nuestro país como el día es de la noche, y lo mismo puede decirse de la fruta, la maleza, las piedras y todo más. Algunos de los árboles, sin embargo, parecían ser de una especie similar a algunos que se encuentran en Castilla, aunque todavía con una gran disimilitud, pero los otros tan diferentes, que es imposible encontrar en ellos algún parecido con los de nuestra tierra. Los nativos que encontramos como los ya descritos, en cuanto a apariencia personal y modales, y desnudos como el resto. Sea lo que sea que poseyeran, cambiaban por lo que nosotros elegimos darles. Vi a un chico de la tripulación comprando jabalinas de ellos con trozos de platos y vidrios rotos. Los que iban por agua me informaron que habían entrado a sus casas y las encontraron muy limpias y ordenadas, con camas y coberturas de redes de algodón. Sus casas están todas construidas en forma de carpas, con chimeneas muy altas. Ninguno de los pueblos que vi contenía más de doce o quince de ellos. Aquí se remarcó que las mujeres casadas vestían calzones de algodón, pero las hembras más jóvenes estaban sin ellos, salvo unas pocas que tenían tan solo dieciocho años. Se veían perros de tamaño grande y pequeño, y uno de los hombres tenía colgado en la nariz un trozo de oro medio grande que un castellailo, con letras encima. Me esforcé en comprarlo de ellos para determinar qué tipo de dinero era pero se negaron a desprenderse de él. Habiendo tomado nuestras aguas a bordo, zarpé y procedí hacia el noroeste hasta haber encuestado la costa hasta el punto en que comienza a correr de oriente a poniente. Aquí los indios me dieron a entender que esta isla era más pequeña que la de Samoet, y que mejor tenía que regresar para llegar a ella cuanto antes. El viento se extinguió, y luego brotó del oeste-noroeste lo cual era contrario al rumbo que estábamos persiguiendo, por lo tanto, rondamos y dirigimos diversos cursos durante la noche de este a sur parándose alejados de la tierra, siendo el clima nublado y espeso. Llovió violentamente desde la medianoche hasta cerca del día, y el cielo aún permanece nublado; permanecemos fuera de la parte sureste de la isla, donde espero anclar y quedarme hasta que el clima se aclare, cuando dirigiré hacia las otras islas que estoy buscando. Cada día que he estado en estas Indias ha llovido más o menos. Les aseguro a Sus Altezas que estas tierras son los países más fértiles, templados, nivelados y hermosos del mundo.

    Jueves 18 de octubre. Tan pronto como el cielo se aclaró, zarpamos y fuimos tan lejos alrededor de la isla como pudimos, anclando cuando nos pareció inconveniente proceder. Yo no, sin embargo, la tierra. Por la mañana zarpó de nuevo.

    Viernes 19 de octubre. Por la mañana nos pusimos bajo peso, y ordené a la Pinta que dirigiera hacia el este y sureste y la Nina sur-sureste; procediendo yo mismo hacia el sureste las otras embarcaciones que dirigía para mantener los cursos prescritos hasta el mediodía, y luego volver a incorporarse a mí. A las tres horas describimos una isla al este hacia la que dirigimos nuestro rumbo, y llegamos las tres, antes del mediodía, al extremo norte, donde un islote rocoso y arrecife se extienden hacia el Norte, con otro entre ellos y la isla principal. Los indios a bordo de los barcos llamaban a esta isla Saomete. Lo llamé Isabela. Se encuentra al oeste de la isla de Fernandina, y la costa se extiende desde el islote doce leguas, oeste, hasta una capa que llamé Cabo Hermoso, siendo un hermoso promontorio redondo con una orilla audaz libre de bajíos. Parte de la orilla es rocosa, pero el resto, como la mayor parte de la costa aquí, una playa de arena. Aquí anclamos hasta la mañana. Esta isla es la más bella que he visto hasta ahora, los árboles en gran número, florecientes y elevados; la tierra es más alta que las otras islas, y exhibe una eminencia, que aunque no puede llamarse montaña, agrega una belleza a su apariencia, y da una indicación de corrientes de agua en el interior. De esta parte hacia el noreste se encuentra una extensa bahía con muchas arboledas grandes y gruesas. Deseaba anclar allí, y aterrizar, para poder examinar esas regiones encantadoras, pero encontré el bajío costero, sin posibilidad de echar ancla excepto a una distancia de la orilla. Siendo favorable el viento, llegué al Cabo, al que llamé Hermoso, donde hoy anclé. Este es un lugar tan hermoso, así como las regiones vecinas, que no sé en qué curso proceder primero; mis ojos nunca se cansan de ver un verdor tan delicioso, y de una especie tan nueva y diferente a la de nuestro país, y no tengo ninguna duda de que aquí hay árboles y hierbas que serían de gran valor en España, como materiales para teñir, medicina, especiado, etc., pero estoy mortificado de no tener conocimiento de ellos. A nuestra llegada aquí experimentamos el olor más dulce y delicioso de las flores o árboles de la isla. Mañana por la mañana antes de partir, pretendo aterrizar y ver qué se puede encontrar en el barrio. Aquí no hay pueblo, pero más dentro de la isla hay uno, donde nuestros indios nos informan encontraremos al rey, y que tiene mucho oro. Penetraré hasta llegar al pueblo y ver o hablar con el rey, quien, como nos dicen, gobierna todas estas islas, y va vestido, con mucho oro a su alrededor. Yo, sin embargo, no le doy mucho crédito a estas cuentas, como entiendo a los nativos pero imperfectamente, y los percibo como tan pobres que una cantidad insignificante de oro les parece una gran cantidad. Esta isla me parece separada de la de Saomete, e incluso pienso que puede haber otras entre ellas. No soy solícito examinar particularmente todo aquí, lo que de hecho no se podría hacer en cincuenta años, porque mi deseo es hacer todos los descubrimientos posibles, y regresar a Sus Altezas, si le agrada a nuestro Señor, en abril. Pero en verdad, si me encuentro con oro o especias en gran cantidad, permaneceré hasta que recoja lo más posible, y para ello procedo únicamente en búsqueda de ellos.

    Sábado 20 de octubre. Al amanecer pesamos ancla, y nos paramos al noreste y al este a lo largo del lado sur de esta isla, a la que llamé Isabela, y el cabo donde anclamos, Cabo de la Laguna; en esta dirección esperaba de la cuenta de nuestros indios encontrar a la capital y rey de la isla. La costa me pareció muy superficial, y ofreciendo todos los obstáculos a nuestra navegación, y percibiendo que nuestro rumbo de esta manera debe ser muy sinuoso, determiné regresar hacia el oeste. El viento nos falló, y no pudimos acercarnos a la orilla antes de la noche; y como es muy peligroso anclar aquí en la oscuridad, cuando es imposible discernir entre tantos bajíos y arrecifes si el suelo es adecuado, me quedé parado y encendido toda la noche. Las otras embarcaciones llegaron a fondear, habiendo llegado a la orilla en temporada. Como era costumbre entre nosotros, me hicieron señales para que me parara y fondeara, pero determiné quedarme en el mar.

    Domingo 21 de octubre. A las 10 horas, llegamos a un cabo de la isla, y anclamos, las otras embarcaciones en compañía. Después de haber despachado una comida, bajé a tierra, y no encontré habitación salvo una sola casa, y eso sin un ocupante; no teníamos ninguna duda de que la gente había huido aterrorizada a nuestro acercamiento, ya que la casa estaba completamente amueblada. No sufrí nada que me tocaran, y fui con mis capitanes y algunos de los tripulantes a ver el país. Esta isla incluso supera a las demás en belleza y fertilidad. Abundan arboledas de árboles elevados y florecientes, así como grandes lagos, rodeados y colgados por el follaje, de la manera más encantadora. Todo se veía tan verde como en abril en Andalucía. La melodía de los pájaros era tan exquisita que uno nunca estuvo dispuesto a desprenderse del lugar, y las bandadas de loros oscurecieron los cielos. La diversidad en la apariencia de la tribu emplumada de las de nuestro país es sumamente curiosa. Mil tipos diferentes de árboles, con sus frutos se iban a encontrar, y de un olor maravillosamente delicioso. Fue una gran aflicción para mí ser ignorante de su naturaleza, pues estoy muy seguro de que todos son valiosos; ejemplares de ellos y de las plantas que he conservado. Dando la vuelta a uno de estos lagos, vi una serpiente, a la que matamos, y he guardado la piel para sus Altezas; al ser descubierto se llevó al agua, a donde le seguimos, ya que no era profunda, y lo despachó con nuestras lanzas; tenía siete vanos de longitud; creo que hay muchos más tales por aquí. Descubrí también el árbol de aloe, y estoy decidido a tomar mañana a bordo del barco, diez quintales del mismo, como me dicen es valioso. Mientras estábamos en busca de un poco de agua buena, nos topamos con un pueblo de los nativos a media liga del lugar donde yacían los barcos; los habitantes al descubrirnos abandonaron sus casas, y tomaron el vuelo, llevando sus mercancías a la montaña. Ordené que no se tomara nada de lo que les quedaba, ni siquiera el valor de un pin. Actualmente vimos a varios de los nativos avanzando hacia nuestro partido, y uno de ellos se nos acercó, a quien le dimos unas campanas de halcón y cuentas de vidrio, con las que quedó encantado. Le pedimos a cambio, agua, y después de que yo había subido a bordo del barco, los nativos bajaron a la orilla con sus calabazas llenas, y mostraron un gran placer al presentarnos con ella. Pedí que se les entregaran más cuentas de vidrio, y prometieron regresar al día siguiente. Es mi deseo llenar todos los barriles de agua de los barcos en este lugar, que siendo ejecutados, partiré inmediatamente, si el clima sirve, y navegar alrededor de la isla, hasta que logre reunirme con el rey, a fin de ver si puedo adquirir alguno del oro, que oigo que posee. Después zarparé hacia otra isla muy grande que creo que es Cipango, según las indicaciones que recibo de los indios a bordo. Ellos llaman a la Isla Colba, y dicen que hay muchos barcos grandes, y marineros ahí. A esta otra isla nombran a Bosio, y me informan que es muy grande; las otras que mienten en nuestro curso, voy a examinar sobre el paso, y según encuentre oro o especias en abundancia, determinaré qué hacer; en todo caso estoy decidida a continuar hacia el continente, y visitar la ciudad de Guisay, donde entregaré las cartas de Sus Altezas a la Gran Lata, y exigiré una respuesta, con la que regresaré.


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