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LibreTexts Español

3.5: Argumento del relojero de Paley

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    17 Argumento del relojero de Paley

    El argumento teleológico 26

    CAPÍTULO I.

    ESTADO DEL ARGUMENTO.

    AL cruzar una salud, supongamos que puse mi pie contra una piedra, y me preguntaron cómo llegó a estar ahí la piedra; posiblemente podría responder, que, por cualquier cosa que supiera al contrario, había permanecido ahí para siempre: ni quizás sería muy fácil mostrar lo absurdo de esta respuesta. Pero supongamos que había encontrado un reloj en el suelo, y debería preguntarse cómo sucedió que el reloj estaba en ese lugar; difícilmente debería pensar en la respuesta que antes había dado, que, por cualquier cosa que yo sabía, el reloj pudo haber estado siempre ahí. Sin embargo, ¿por qué esta respuesta no debería servir tanto para el reloj como para la piedra? ¿por qué no es tan admisible en el segundo caso, como en el primero? Por esta razón, y para ninguna otra, a saber, que, cuando venimos a inspeccionar el reloj, percibimos (lo que no pudimos descubrir en la piedra) que sus varias partes están enmarcadas y ensambladas para un propósito, p. ej. que están tan formadas y ajustadas como para producir movimiento, y ese movimiento tan regulado como para señalar el hora del día; que, si las diferentes partes hubieran sido conformadas de manera diferente a lo que son, de un tamaño diferente a lo que son, o colocadas después de cualquier otra manera, o en cualquier otro orden, que aquel en el que se colocan, o no se habría llevado ningún movimiento en la máquina, o ninguno que han contestado el uso que ahora le sirve. Para contar algunas de las más sencillas de estas partes, y de sus oficinas, todas tendiendo a un resultado: — Vemos una caja cilíndrica que contiene un resorte elástico en espiral, que, por su afán de relajarse, gira alrededor de la caja. A continuación observamos una cadena flexible (forjada artificialmente en aras de la flexión), comunicando la acción del resorte desde la caja hasta el fusee. Luego encontramos una serie de ruedas, cuyos dientes se agarran y se aplican entre sí, conduciendo el movimiento del fusee a la balanza, y de la balanza al puntero; y al mismo tiempo, por el tamaño y la forma de esas ruedas, regulando así ese movimiento, como para terminar en provocar un índice, por un progresión equiparable y medida, para pasar por encima de un espacio dado en un tiempo dado. Tomamos nota que las ruedas son de latón para evitar que se oxiden; los resortes de acero, ningún otro metal siendo tan elástico; que sobre la cara del reloj se coloca un vidrio, material empleado en ninguna otra parte de la obra, sino en la habitación del cual, si hubiera habido otro que no fuera un sustancia transparente, la hora no se podía ver sin abrir el caso. Este mecanismo siendo observado (requiere efectivamente un examen del instrumento, y tal vez algún conocimiento previo del tema, para percibirlo y entenderlo; pero siendo una vez, como hemos dicho, observado y entendido), la inferencia, pensamos, es inevitable, que el reloj debió haber tenido un hacedor: que ahí debió haber existido, en algún momento, y en algún lugar u otro, un artificio o artificios que la formaron para el propósito que realmente nos parece responder; que comprendió su construcción, y diseñó su uso.

    I. Tampoco, aprehendo, debilitaría la conclusión, que nunca habíamos visto un reloj hecho; que nunca habíamos conocido a un artista capaz de hacer uno; que éramos totalmente incapaces de ejecutar esa pieza de mano de obra nosotros mismos, o de entender de qué manera se realizaba; siendo todo esto no más que lo que es cierto de algunos restos exquisitos del arte antiguo, de algunas artes perdidas, y, a la generalidad de la humanidad, de las producciones más curiosas de la fabricación moderna. ¿Un hombre de cada millón sabe cómo se giran los marcos ovalados? La ignorancia de este tipo exalta nuestra opinión sobre la habilidad del artista invisible y desconocido, si es invisible y desconocido, pero no plantea ninguna duda en nuestra mente de la existencia y agencia de tal artista, en algún tiempo anterior, y en algún lugar u otro. Tampoco puedo percibir que varía en absoluto la inferencia, ya sea que surja la cuestión relativa a un agente humano, o a un agente de una especie diferente, o a un agente que posea, en algunos aspectos, una naturaleza diferente.

    II. Tampoco, en segundo lugar, invalidaría nuestra conclusión, que el reloj a veces salió mal, o que rara vez salió exactamente bien. El propósito de la maquinaria, el diseño, y el diseñador, podría ser evidente, y en el caso supuesto sería evidente, de cualquier manera explicamos la irregularidad del movimiento, o si podríamos dar cuenta de ello o no. No es necesario que una máquina sea perfecta, para mostrar con qué diseño se hizo: aún menos necesaria, donde la única pregunta es, si se hizo con algún diseño en absoluto.

    III. Tampoco, en tercer lugar, traería incertidumbre alguna al argumento, si hubiera algunas partes del reloj, respecto de las cuales no podíamos descubrir, o aún no hubiéramos descubierto, de qué manera condujeron al efecto general; o incluso algunas partes, respecto de las cuales no pudimos determinar, si condujeron a eso efecto de cualquier manera lo que sea. Porque, en cuanto a la primera rama del caso; si por la pérdida, o desorden, o decaimiento de las partes en cuestión, el movimiento del reloj se encontrara de hecho detenido, o perturbado, o retrasado, sin duda quedaría en nuestra mente en cuanto a la utilidad o intención de estas partes, aunque deberíamos ser incapaces de investigar la manera según la cual, o la conexión por la cual, el efecto último dependía de su acción o asistencia; y cuanto más compleja sea la máquina, más probable es que surja esta oscuridad. Entonces, en cuanto a lo segundo que suponía, es decir, que había partes que podrían salvarse, sin perjuicio del movimiento del reloj, y que lo habíamos probado por experimento, —estas partes superfluas, aunque estuviéramos completamente seguros de que eran tales, no dejarían de lado el razonamiento que teníamos instituidos concernientes a otras partes. El indicio de artilugio quedó, respecto a ellos, casi como lo era antes.

    IV. Tampoco, cuarto, ningún hombre en sus sentidos pensaría la existencia del reloj, con sus diversas maquinarias, contabilizada, al ser dicho que se trataba de una de posibles combinaciones de formas materiales; que todo lo que hubiera encontrado en el lugar donde encontró el reloj, debió haber contenido alguna configuración interna o otro; y que esta configuración podría ser la estructura ahora expuesta, a saber, de las obras de un reloj, así como una estructura diferente.

    V. Tampoco, en quinto lugar, le daría más satisfacción a su indagación ser respondida, que existiera en las cosas un principio de orden, que había dispuesto las partes del reloj en su forma y situación actuales. Nunca conoció un reloj hecho por el principio del orden; ni siquiera puede formarse para sí mismo una idea de lo que se entiende por un principio de orden, distinto de la inteligencia del relojero.

    VI. Sexto, se sorprendería al escuchar que el mecanismo del reloj no era prueba de artilugio, solo un motivo para inducir a la mente a pensar así:

    VII. Y no menos sorprendido al estar informado, que el reloj en su mano no era más que el resultado de las leyes de la naturaleza metálica. Es una perversión del lenguaje asignar cualquier ley, como causa eficiente, operativa de cualquier cosa. Una ley presupone un agente; pues es sólo la modalidad, según la cual procede un agente: implica un poder; porque es el orden, según el cual actúa ese poder. Sin este agente, sin este poder, que ambos son distintos de sí mismo, la ley no hace nada; no es nada. La expresión, “la ley de la naturaleza metálica”, puede sonar extraña y dura para un oído filosófico; pero parece tan justificable como algunas otras que le son más familiares, como “la ley de la naturaleza vegetal”, “la ley de la naturaleza animal”, o de hecho como “la ley de la naturaleza” en general, cuando se le asigna como causa de phænomena, en exclusión de agencia y poder; o cuando se sustituya en el lugar de éstos.

    VIII. Tampoco, por último, nuestro observador sería sacado de su conclusión, o de su confianza en su verdad, al ser dicho que no sabía nada del asunto. Sabe lo suficiente para su argumento: conoce la utilidad del fin: conoce la sumisión y adaptación de los medios hasta el final. Al conocerse estos puntos, su desconocimiento de otros puntos, sus dudas respecto a otros puntos, no afectan la certeza de su razonamiento. La conciencia de saber poco, no necesita engendrar una desconfianza de lo que sí conoce.


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