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1.3: De la chica que se casó con el monte Katahdin (Penobscot)

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    Las leyendas algonquinas de Nueva Inglaterra, de Charles G. Leland, [1884]

    De la Niña que se casó con el monte Katahdin, y cómo todos los indios provocaron su propia Lluvia.

    De los viejos tiempos. Había una vez una niña india recogiendo arándanos en el monte Katahdin. Y, estando sola, dijo: “¡Me gustaría que tuviera marido!” Y al ver la gran montaña en todo su esplendor elevándose en lo alto, con la luz roja del sol en la cima, agregó: “¡Ojalá Katahdin fuera un hombre, y se casaría conmigo!”

    Todo esto se le oyó decir antes de ir hacia adelante y subir la montaña, pero desde hace tres años nunca se la volvió a ver. Entonces ella reapareció, teniendo un bebé, un niño hermoso, pero sus pequeñas cejas eran de piedra. Porque el Espíritu de la Montaña la había llevado consigo; y cuando ella deseaba mucho volver con su propio pueblo, él le dijo que fuera en paz, pero le prohibió que se lo dijera a cualquier hombre que se hubiera casado con ella.

    Ahora el niño tenía regalos extraños, y los sabios decían que había nacido para convertirse en un poderoso mago. Porque cuando lo hacía pero apuntaba con el dedo a un alce, o cualquier cosa que corría, caería muerta; y cuando estaba en una canoa, si apuntaba a las bandadas de patos salvajes o cisnes, entonces el agua quedó enseguida cubierta con el juego flotante, y los juntaron como enumeraban, y a través de ese niño su madre y cada uno tenía comida y de sobra.

    Ahora bien, esta era la verdad, y era una gran maravilla, que Katahdin se hubiera casado con esta chica, pensando consigo mismo y con su esposa para criar a un niño que debería construir su nación, y hacer de los Wabanaki una raza poderosa. Y él dijo: “Declarad a este pueblo que no van a preguntar de ti quién es el padre de tu hijo; en verdad todos lo conocerán al verlo, porque no te afligirán con impertinencia”. Ahora la mujer había dado a conocer que no iba a ser cuestionada, y les dio todo lo que necesitaban; sin embargo, por todo esto, no podían abstenerse ni contenerse de platicar con ella sobre lo que bien sabían que se iba a quedar callada. Y un día, cuando la habían enfurecido, pensó: “Verdaderamente Katahdin tenía razón; este pueblo de ninguna manera es digno de mi hijo, ni él les servirá; no los guiará a la victoria; no son de los que hacen una gran nación”. Y siendo aún más burlada y atormentada, ella habló y dijo: “Tontos, que por tu propia locura se matarán; avispas de barro, que pican los dedos que os sacarían del agua, ¿por qué me molestaréis alguna vez para decirte lo que bien sabes? ¿No ves quién era el padre de mi hijo? He aquí sus cejas; ¿no conocéis a Katahdin por ellas? Pero será para vuestro gran pesar lo que siempre habéis preguntado. A partir de este día podréis alimentaros y encontraréis vuestro propio venado, porque este niño no lo hará más por vosotros”.

    Y ella se levantó y se fue al bosque y subió al monte, y ya no fue vista en la tierra. Y desde ese día los indios, que deberían haber sido grandes, se han convertido en un poco de gente. Verdaderamente hubiera sido sabio y bien para los de los primeros tiempos si hubieran podido aguantar la lengua.

    Esta notable leyenda la relacionó conmigo la señora Marie Sakis, una penobscot, una narradora muy inteligente. Da la Caída del Hombre desde un punto de vista puramente indio. Nada es tan despreciable a los ojos indios como falta de dignidad y burlas ociosas y locuaces; por lo tanto, se hace en el mito el pecado que destruyó su raza. La tendencia de la clase baja de los estadounidenses, especialmente en Nueva Inglaterra, a levantar y enfatizar la voz, a hablar continuamente en cursiva y pequeñas y grandes capitales, con una amplia exhibición, y la constante disposición a la paja y a la burla, han contribuido más que cualquier otra causa a destruir la confianza y respeto por ellos entre los indios.


    This page titled 1.3: De la chica que se casó con el monte Katahdin (Penobscot) is shared under a CC BY-SA license and was authored, remixed, and/or curated by Robin DeRosa, Abby Goode et al..