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16.5: El papel de la sociedad civil

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    El juez Weeramantry (1997) llamó a la sustentabilidad fundamental para la civilización. Lo que es particularmente alarmante de la crisis ambiental actual es que las personas son profundamente conscientes de que su comportamiento actual es ilógico, pero carecen de la visión y la motivación para abordarla (Bosselmann & Engel, 2010). En los años transcurridos desde que el desarrollo sostenible entró por primera vez en la arena internacional, la resultante falta de compromiso sólido de los Estados —incluso con el modelo 'débil' de sustentabilidad— demuestra cómo “el mundo de hoy está aún más alejado de una gobernanza global efectiva que hace dos décadas” (Bosselmann & Engel, 2010, p. 15).

    El fracaso de la gobernanza ambiental actual no puede ser visto como un mero fracaso de los estados. Incluso en el caso poco realista de que los estados y los formuladores de políticas adoptaran por completo el desarrollo sostenible y decidieran emitir una agenda política nacional radicalmente nueva, el efecto sería de corta duración. El comportamiento individual es extremadamente difícil de regular cuando tiene bases normativas profundamente arraigadas (Vandenbergh, 2004). Los Estados son la suma de sus poblaciones constituyentes y su falta de compromiso reproduce la complacencia más amplia de la sociedad civil. Los gobiernos democráticos son elegidos por los demos— ciudadanos (Bosselmann, 2010a). De ahí que “es sólo en virtud de los ciudadanos que los gobiernos son capaces de reafirmar la idea de crecimiento económico... perdiendo el punto de la sustentabilidad” (Bosselmann, 2010a, p. 97). Esto quiere decir que “la sociedad civil puede ser indiferente o proactiva con respecto a la sustentabilidad” (Bosselmann, 2010a, p. 97).

    Es importante destacar que esto ilustra que las normas y las instituciones están construidas socialmente. La prevalencia de la racionalidad económica como base normativa y fuente de sesgo institucional es histórica, por lo que se puede cambiar (Bosselmann, 2010a). La pregunta es cómo cambiarlo. Esencialmente, el futuro del bienestar ecológico (y por lo tanto la supervivencia humana, la seguridad y el bienestar) se reduce a la elección.

    Por ello el éxito del principio de sustentabilidad descansará en cómo se “(re) descubre, explica, define y aplica” y se concibe a nivel de valores básicos (Bosselmann, 2017, pp. 4, 10). Si faltan los modelos actuales de gobernanza ambiental, entonces la responsabilidad recae en última instancia en la sociedad civil de ser el vehículo para el cambio (Bosselmann, 2017, p. 4; Bosselmann, 2010a). Todas las instituciones y formas de gobierno toman su mandato de los ciudadanos que actúan tanto de manera individual como acumulativa, por lo que la sociedad civil determinará si las preocupaciones públicas entran en el proceso democrático y en qué grado (Bosselmann, 2010a). Se debe catalizar una mentalidad fundamentalmente nueva (Voigt, 2008). El verdadero desafío entonces, y el elemento vital para avanzar hacia la sostenibilidad ecológica y la seguridad humana en general, es cómo cambiar la atención de la gobernanza del status quo a la sustentabilidad “fuerte” (Bosselmann, 2010a).

    Tierra Democracia y Fideicomiso de la Tierra

    Si bien la sociedad civil global ha sido instrumental en la promoción de los valores de sustentabilidad, existe una disparidad entre los elementos movilizados y ecológicamente conscientes de esa sociedad que interactúan con los regímenes ambientales, y los ciudadanos comunes en los estados. La gobernanza para la sustentabilidad requiere que todos tengamos claro el tipo de ciudadanía que se requiere (Bosselmann, 2008). Cualquier sistema de gobernanza de la Tierra debe emerger de la 'democracia de la tierra' que incluya la ciudadanía global o ecológica (Bosselmann, 2010a). La ciudadanía ecológica describe los fundamentos normativos de la gobernanza para la sustentabilidad. 'plantea una nueva relación entre los humanos y el mundo natural y enfatiza las obligaciones y responsabilidades no recíprocas' (Bosselmann, 2010a, p. 105; Bosselmann, 2017, p. 227). Este tipo de responsabilidades son las de mayordomía y administración fiduciaria. En el Antropceno, equivalen a fideicomiso de la Tierra.

    La administración fiduciaria de la Tierra refleja la visión —sostenida prácticamente en todas las tradiciones religiosas y culturales— de que los humanos deben ser administradores y guardianes de la tierra y del medio ambiente natural al que pertenecen. La fideicomiso terrestre implica, sin embargo, más que obligaciones morales individuales. También tiene implicaciones legales: los derechos y responsabilidades de los ciudadanos tienen los correspondientes derechos y responsabilidades del Estado. Por lo tanto, las funciones de fideicomiso de la Tierra no se limitan a los ciudadanos, sino que incluyen al estado que actúa como fideicomisario de la Tierra (Bosselmann, 2017).

    Curiosamente, el derecho ambiental internacional ha reconocido cada vez más tal responsabilidad de los Estados. El fideicomiso de la Tierra es la institucionalización de la responsabilidad de los estados de proteger la integridad de los sistemas ecológicos de la Tierra.

    El Informe Brundtland de 1987 se refirió a la administración fiduciaria de la Tierra y al cuidado de la integridad de los sistemas ecológicos en muchos pasajes (Brundtland, 1987). El Preámbulo de la Declaración de Río de 1992 describe la integridad de los sistemas ambientales y de desarrollo mundiales como un objetivo general de los Estados y el artículo 7 de la Declaración de Río postula: Los Estados cooperarán en un espíritu de asociación mundial para conservar, proteger y restaurar la salud y la integridad del ecosistema de la Tierra (Declaración de Río, 1992). El deber de preservar la integridad de los sistemas ecológicos se expresa en más de 25 acuerdos internacionales, desde la Carta Mundial de la Naturaleza de 1982 hasta el Acuerdo Climático de París de 2015 (Kim & Bosselmann, 2015).

    ¿Una Norma de Ciudadanía Ecológica?

    Todas las fuerzas que pueden influir en el comportamiento son herramientas potenciales de gobernanza, por lo que debemos considerar el cambio normativo. Las normas son “estándares de conducta apropiada para actores con una identidad determinada” (Finnemore y Sikkink, 1998, p. 891). Regulan el comportamiento y restringen las acciones a través de la referencia de las personas a lo que es socialmente aceptable. Las normas pueden dividirse en normas personales (una obligación percibida personalmente) y normas externas (obligación social) (Babcock, 2009). Las consecuencias correspondientes de romper el comportamiento normal son la culpa y la vergüenza, respectivamente. Los costos del incumplimiento determinan la atención y los recursos que se dan para cumplir con una norma o con la ley 'blanda' (Page & Redclift, 2002). Una norma ambiental podría ser tanto personal como externa, aunque podría decirse que cuanto más personalmente se interprete la norma, más cumplimiento seguirá (Babcock, 2009).

    A pesar de la evidencia científica y la conciencia generalizada de la degradación ambiental, los niveles de consumo y contaminación en los estados desarrollados continúan atestiguando la noción dominante de que la prosperidad económica es primordial. Babcock (2009) sugiere que, de hecho, los individuos no establecen la conexión necesaria entre su comportamiento económico y la degradación ambiental, sino que creen que la industria es la principal causa de contaminación. Babcock rechaza la regulación por ser intensiva en recursos, políticamente insostenible y también en desacuerdo con la norma imperante de privacidad y elección (Babcock, 2009, pp. 119-122). El término 'distinción ciudadano-consumidor' describe cómo las sociedades pueden parecer que apoyan externamente el ambientalismo, pero se involucran en comportamientos que lo contradicen (Vandenbergh, 2001). Esto demuestra que la norma ambientalista está subordinada a otras normas (elección, independencia) que validan el comportamiento del statu quo. Babcock revisa las muchas razones complejas de esto, así como las dificultades para usar las normas como alternativa a la coerción gubernamental, pero en última instancia aboga por el cambio de normas (Babcock, 2009).

    En 1998 Finnemore y Sikkink (op.cit.) desarrollaron el ciclo de vida normal que explica cómo las normas cambian con el tiempo. La primera etapa del ciclo es la emergencia de la norma, seguida de un 'punto de vuelta' cuando la masa crítica de personas (o estados) adopta la norma. La segunda etapa es la aceptación, o una 'cascada de normas', y la tercera etapa es la internalización de la norma cuando la norma se da por sentada y ya no es objeto de debate público, sino un dictado automático de comportamiento. Si consideramos una 'norma verde' tanto a nivel nacional como internacional, es muy discutible si hemos avanzado más allá de la etapa uno. Ingebritsen (2002, p. 15) sostiene que la norma de desarrollo sustentable se ha afianzado y sobrevivido a las dos primeras fases, encontrando prominencia a nivel local, nacional y regional de gobernanza. Sin embargo, la suscripción más amplia a esta última idea sin duda indica que el principio de sustentabilidad (y sus correspondientes requisitos de cambios radicales de comportamiento) tiene un largo camino por recorrer en términos de impregnar la conciencia pública. La “buena noticia es que la realidad ineludible de la dependencia humana de la naturaleza sólo puede ignorarse hasta cierto punto” (Bosselmann, 2010a, p. 104). Quizás el primer paso para difundir una norma en los estados en desarrollo es devolver la realidad a los contaminadores y reducir la cantidad que los costos ambientales pueden externalizarse. Es por ello que 'el cambio de una aceptación abstracta de la sustentabilidad a políticas reales de sustentabilidad es posiblemente el mayor desafío de nuestro tiempo' (Bosselmann & Engel, 2010, p. 16).

    Derechos Participativos

    Paralelamente al proyecto vital de propagar la ciudadanía ecológica y la tutela terrestre, las instituciones deben ser rediseñadas para garantizar que los ciudadanos puedan ser escuchados. Los ciudadanos sólo pueden ser vanguardias efectivas para el cambio en la medida en que los regímenes permitan la participación ciudadana y proporcionen canales para que se ejerza presión (Bosselmann, 2010b). De ahí que los sistemas genuinamente democráticos puedan ser conductos efectivos para la cooperación (Gleditsch & Sverdrup, 2002). La necesidad de derechos procesales y participativos de los ciudadanos está consagrada en el principio 13 de la Carta de la Tierra (2000). Los organismos internacionales son controlados por el Estado, “elitistas, tecnocráticos y antidemocráticos” (Okereke, 2008, p. 9). A menudo solo se otorgan derechos participativos limitados a los grupos de ONG. [1] Los derechos se otorgan verticalmente, por lo que la sociedad civil tiene una tarea importante al insistir en que los estados actúen como fideicomisarios para el medio ambiente y esto incluye permitir la participación de la sociedad civil (Bosselmann, 2016, pp. 4, 10, 231). Además, en la medida en que la sociedad civil global no sea 'democrática' per se, las instituciones deben permitir que se escuchen todas las voces, no sólo coaliciones occidentales (Bosselmann, 2010b). Ser permitido contribuir al coro de la sociedad civil global es un privilegio no extendido a todos ya que requiere recursos materiales (tecnología, comunicación multilingüe) y una gran cantidad de tiempo (Young, 1997; Bosselmann, 2010b). Una parte importante de fortalecer una sociedad civil verdaderamente 'global', capaz de adaptarse responsablemente a normas competidoras, será fomentar la pluralidad y asociación cívica (Rayner & Malone, 2000).

    La relación entre la sociedad civil y las instituciones es de mutua dependencia: la sociedad civil organiza los recursos materiales e ideacionales de las instituciones, y las instituciones ayudan a moldear el comportamiento (Wapner, 1997). Para que las instituciones no socaven ningún proyecto normativo de base, los integrantes de la sociedad civil deben actuar como agentes de cambio institucional. Esto significa asegurar que las normas alcancen el nivel institucional. Esta tarea requiere la inclusión de un valor ético global en los sistemas jurídicos tenazmente formalistas (Weeramantry, 1997, p. 18). Barresi (2009) sugiere un enfoque llamado la “movilización de la vergüenza”. Aboga por que socializar grupos clave a nuevas ideas sobre la naturaleza y las implicaciones de la sustentabilidad podría remodelar y transformar la cultura jurídica (Barresi, 2009). El enfoque normativo que opera a nivel estatal y corporativo significaría que la sociedad civil podría “impulsar a los Estados a cambios dramáticos de política haciendo que cualquier otro curso de acción parezca vergonzoso” (Barresi, 2009, p. 30). Se trata esencialmente de una articulación de sanciones por incumplimiento de normas externas. La difícil tarea con los representantes estatales y los empresarios sería asegurar que las normas ecológicas también resuenen desde dentro. A menos que y hasta que los estados y las empresas sean actores responsables y fideicomisarios ambientales, las organizaciones e instituciones no son herramientas efectivas de gobernanza sustentable (Bosselmann, 2016, p. 90).


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