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3.3.12: Devociones en Ocasiones Emergentes- Meditación 17

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    (1624)

    Nunc Lento Sonitu Dicunt, Morieris

    (Ahora bien, esta campana, doblando suavemente por otra, me dice: Debes morir.)

    Tal vez, el por quien esta campana suena puede estar tan enfermo, como que él sabe no le peaje; y tal vez me pueda pensar mucho mejor de lo que soy, como que ellos que están sobre mí, y ven mi estado, pueden haber causado que me pique, y no sé eso. La iglesia es católica, universal, así son todas sus acciones; todo lo que hace pertenece a todos. Cuando bautiza a un niño, esa acción me preocupa; pues ese niño está así conectado con ese cuerpo que es mi cabeza también, e ininjertado en ese cuerpo del que soy miembro. Y cuando entierra a un hombre, esa acción me preocupa: toda la humanidad es de un solo autor, y es un volumen; cuando muere un hombre, no se arranca un capítulo del libro, sino que se traduce a un mejor idioma; y cada capítulo debe traducirse así; Dios emplea a varios traductores; algunas piezas se traducen por edad, algunas por enfermedad, algunos por guerra, otros por justicia; pero la mano de Dios está en toda traducción, y su mano volverá a atar todas nuestras hojas dispersas para esa biblioteca donde cada libro quedará abierto el uno al otro. Como por tanto la campana que suena a un sermón llama no solo al predicador, sino a la congregación que viene, así esta campana nos llama a todos; pero cuánto más a mí, que tanto me acerco a la puerta por esta enfermedad.

    Había una contienda en cuanto a un traje (en el que se mezclaban tanto la piedad como la dignidad, la religión y la estimación), cuál de las órdenes religiosas debía sonar a las oraciones primero por la mañana; y se determinó, que debían sonar primero esa rosa más temprana. Si entendemos bien la dignidad de esta campana que suena por nuestra oración vespertina, estaríamos contentos de hacerla nuestra levantándonos temprano, en esa aplicación, para que sea la nuestra así como la suya, de quien en verdad es.

    La campana le toca al que piensa que sí; y aunque vuelva a intermitarse, sin embargo, a partir de ese minuto que esta ocasión le forjó, está unido a Dios. ¿Quién no arroja el ojo al sol cuando sale? pero ¿quién le quita el ojo a un cometa cuando eso estalla? ¿Quién no dobla la oreja ante ninguna campana que en cualquier ocasión suene? pero ¿quién puede quitarlo de esa campana que está pasando un pedazo de sí mismo fuera de este mundo?

    Ningún hombre es una isla, todo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de lo principal. Si un terrón es arrastrado por el mar, Europa es la menos, así como si fuera un promontorio, así como si fuera un señorío de tu amigo o de los tuyos: la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy metido en la humanidad, y por lo tanto nunca envíes a saber por quién doblan las campanas; doblan por ti.

    Tampoco podemos llamar a esto una mendicidad de miseria, o un préstamo de miseria, como si no fuéramos lo suficientemente miserables de nosotros mismos, sino que debamos buscar más de la casa de al lado, al tomar sobre nosotros la miseria de nuestros vecinos. Verdaderamente era una avaricia excusable si lo hiciéramos, porque la aflicción es un tesoro, y escaso alguno tiene suficiente de ello. Ningún hombre tiene suficiente aflicción que no haya madurado y madurado por ella, y hecho apto para Dios por esa aflicción. Si un hombre lleva tesoro en lingotes, o en una cuña de oro, y no tiene ninguno acuñado en dinero actual, su tesoro no lo sufragará mientras viaja. La tribulación es tesoro en la naturaleza de la misma, pero no es dinero actual en el uso de la misma, excepto que nos acercamos cada vez más a nuestra casa, el cielo, por ella. Otro hombre puede estar enfermo también, y enfermo hasta la muerte, y esta aflicción puede estar en sus entrañas, como oro en una mina, y no le sirve de nada; pero esta campana, que me habla de su aflicción, desentierra y me aplica ese oro: si por esta consideración del peligro de otro tomo el mío a la contemplación, y así asegurarme, haciendo mi recurso a mi Dios, que es nuestra única seguridad.


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