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2.2:1.2 Lección 1- Reemplazar el testigo modesto con el Yogi-escritura o, teorizando al imaginador encarnado

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    La creación de Mairs' de un sujeto de escritura encarnado se basa en su conocimiento tácito de ser un cuerpo en el mundo. Al fundamentar su teoría de la escritura en la práctica, avanza en un valor central del proceso contemplativo. Porque a través de la práctica, el yogui es llevado a una conciencia similar, respetuosa de su materialidad que Mairs logra a través de la experiencia de su discapacidad. “El cuerpo físico... no es algo que separar de nuestra mente y alma. No se supone que debemos descuidar o negar nuestro cuerpo como sugieren algunos ascetas. Tampoco debemos fijarnos en nuestro cuerpo” afirma Iyengar en su libro, Luz sobre la vida (2005, p. 5), donde documenta sus filosofías del yoga. Su punto es que somos nuestros cuerpos, no sólo que los tenemos, y que aceptar la vulnerabilidad del cuerpo es a la vez una experiencia humillante y liberadora. Iyengar escribe dentro de una tradición contemporánea de yoga globalizado e internacional que busca mezclar las enseñanzas de antiguos textos yóguicos como los Yoga Sutras con sus propios entendimientos como líder de la rama Iyengar del Hatha yoga. Sus enseñanzas tienen un gran mérito dentro de la comunidad de yoga porque brotan de toda una vida de sus propias experiencias de usar su propio cuerpo como “instrumento para saber qué es el yoga” (2005, p. xx). El cuerpo enseña si escuchamos.

    El yoga trabaja hacia el equilibrio y alineamiento figurativo y literal. El objetivo de practicar yoga, incluyendo conciencia de respiración, pranayama, meditación, dhyana, y posturas, asana, es ayudarnos a integrar y alinear las capas de nuestro ser encarnado. Sólo en su alineación el yogui alcanzará la iluminación y la autorrealización: “la práctica del yoga nos enseña a vivir plenamente —física y espiritualmente— cultivando cada una de las diversas vainas” hacia el final de la integración (Iyengar, 2005, p. 5). Asana no sólo le recuerda al yogui su conexión íntima con su cuerpo sino que también le enseña a aprovechar la totalidad de su conciencia aprendiendo a trabajar con y a través del cuerpo: se convierte en la fuente de su autorrealización. Y así, al aprender su cuerpo, aprende la naturaleza del mundo material: “Si aprendes muchas pequeñas cosas, algún día puedes terminar conociendo algo grande” (Iyengar, 2005, p. 14).

    Las declaraciones de Iyengar sobre la centralidad del cuerpo en la creación de conocimiento y desarrollo de la conciencia detallan la primera lección que los yoguis aprenden a través de su práctica, como se esboza al concluir la última sección de este capítulo: nuestra subjetividad siempre se encarna primero. Nuestros cuerpos no sólo son parte de nuestro ser integral, sino que también son inteligentes ya que la mente se difunde por todo nuestro ser físico. Si las tradiciones occidentales tienden a ver nuestro cerebro como sinónimo de mente o conciencia, el yoga ve a la mente como difundida por todo nuestro ser material y no simplemente ubicada en la cabeza. Reconocernos de esta manera como cuerpo-mente es ver nuestra carne como fuente de poder y conocimiento. Debido a que las envolturas de pensamiento y ser de nuestros cuerpos “no tienen fronteras tangibles” (Iyengar, 2005, p. 6), el viaje del yogui de escritura es tomar conciencia de las complejidades del cuerpo y de la importancia de reclamarlo. Debido a su interés por la espiritualidad india y la retórica no occidental, Haraway aboga por una conciencia similar que proviene de reconocer al cuerpo como un origen epistémico. Al teorizar el cuerpo contemplativo con ella, podemos llevar la atención plena feminista a la pedagogía de la escritura contemplativa.

    Haraway reconoce plenamente que si bien las mujeres en todas partes han sido específicamente las “otras encarnadas, a las que no se les permite no tener cuerpo”, las feministas no deben simplemente asumir la posición de sujeto masculinista del modesto testigo para ser escuchadas ni ignorar de manera reactiva el cuerpo (1991c, p. 183). Con el telón de fondo objetivador que hemos heredado, Haraway argumenta que es comprensible por qué tantas feministas de todas las disciplinas han adoptado el pensamiento social constructivista, que utilizan el gran ecualizador de la retórica para mostrar la naturaleza histórica y contingente de la verdad. Con la objetividad desmantelada, se revelan estructuras de poder opresivas y se cuestiona la retoricidad inherente del cuerpo. Haraway encuentra estas narrativas postestructurales de la creación de conocimiento limitantes, ya que no proporcionan una base adecuada para un relato pragmático del mundo real (1991c, p. 187). Demasiados ignoran gravemente la realidad de la materia y de nuestra carne para asegurar la superioridad epistemológica del modesto testimonio.

    Haraway ofrece una alternativa a estas narrativas al desmantelar la fuente de poder del modesto sujeto: la visión. Ella reclama intencionalmente la visión como metáfora central para enmarcar su epistemología feminista, robándola del “ojo caníbalo” masculinista (1991a, p. 180) o significaciones psicoanalíticas falocéntricas de carencia y la refunda para que “podamos ser responsables de lo que aprendemos a ver” (1991c, p. 190). La confusa sintaxis en la formulación de Haraway nos recuerda sutilmente la naturalidad simultánea de la visión y su carácter social, ya que se nos enseña a ver y qué valorar en nuestras líneas de visión (1991c, p. 190). Queering la comprensión tradicional de la visión como incorpórea significa para ella intercambiar nociones elevadas de visión trascendente por otras fundamentadas. Debido a que no hay visión no mediada, ni medios aculturales o inmateriales de ver, el proceso nunca es inocente. Haraway señala lo obvio: nuestra visión siempre está conectada a un cuerpo. Se trata de un cuerpo que no sólo está marcado por la cultura sino que forma parte de un mundo material en el que es localizable, parcial y agentivo.

    La suya es una “escritura feminista del cuerpo” en la que “[t] la moral es simple: solo la perspectiva parcial promete visión objetiva” (1991c, pp. 189-190). Justo a qué tipo de objetividad esto conlleva, voy a recurrir en un momento. Haraway se esfuerza en insistir en que lo que podemos ver está limitado por la composición de nuestro cuerpo aunque, al mismo tiempo, el significado que podamos hacer de nuestros mundos esté limitado por los aparatos culturales e ideológicos que hemos interiorizado. “Lo que aprendemos a ver” enfatiza a los lectores que es tan importante aceptar la construcción corpórea de nuestras imágenes visuales, y así el estatus agentivo de nuestros cuerpos, como es reconocer el condicionamiento cultural que nos permite darle sentido a lo que ven nuestros ojos. Como bien saben los artistas, la cámara construye tanto como graba. Pero como bien saben quienes llevan gafas o lentes de contacto, la vista depende de la agencia propia del cuerpo.

    De este modo, refundiendo la metáfora de la visión, el modesto testigo mutado de Haraway intercambia la autodestrucción de versiones anteriores por la autoconciencia de su parcialidad y no inocencia. Este nuevo testigo modesto “insiste en la situatividad, donde la ubicación es en sí misma una construcción compleja así como herencia... [t] el testigo modesto es el único que puede dedicarse a saberes situados” (1991a, pp. 160-161). Su modesto testimonio no es modesto porque es capaz de ver el mundo sujeto desde una posición trascendente, incorpórea; más bien, su testigo mutado es modesto precisamente porque sólo puede apelar al conocimiento desde una ubicación particular personal, encarnada, una cierta colocación material de estar en/con el mundo, nunca por encima de ella. Desde una perspectiva contemplativa, Haraway arraiga el modesto testimonio en el ámbito de lo material, de manera que el conocimiento se ancla igualmente en lo cognitivo y lo material y se une a través del medio de la experiencia. En suma, la visión feminista de Haraway ayuda a llevar a la vista al conocedor carnoso y atestigua su papel en la construcción de lo que es (y se puede) ver. Afirma además las responsabilidades inherentes a entender el proceso de ver como asociativo, social y relacional. Literalmente y metafóricamente, esta es una especie de ver conectada. 5 Es decir, reemplaza el desapego con el compromiso, la conexión y la interacción.

    Como indica la cita de Haraway, la ubicación del escritor-conocedor debe entenderse dualmente: tanto como una “construcción compleja” como una “herencia”. Es decir, la situatividad, la condición de estar literalmente colocados en algún lugar del mundo, descansa no sólo en deconstruir y comprender la red lingüística de construcción que da sentido a nuestra ubicación histórica y cultural sino también en reconocer nuestra herencia, nuestro derecho de nacimiento. Esto incluye las condiciones materiales a las que nos traen, el mundo real que sustenta nuestros cuerpos orgánicos y el legado de nuestra carne. La implicación inmediata para la pedagogía contemplativa es el reconocimiento de cómo el cuerpo es instrumental para el conocimiento, pues es sólo con y a través de él que podemos llegar a conocer o crear sentido en absoluto. Este es nuestro patrimonio material como seres humanos. Y si bien este proceso afirma la integridad del individuo, también es un proceso que conecta al individuo con otros cuerpos. Como empezamos a ver, la imaginadora encarnada que se dedica a la creación de conocimiento local se diferencia por su lugar en el mundo ya que ella se ubica conscientemente dentro de él y está inextricablemente ligada a ella por la conciencia de su materia orgánica, su carne. La pedagogía contemplativa energiza esta conciencia entendiéndola como mindfulness para que el yogui escritor no sólo mantenga el foco en sus experiencias inmediatas sino que también afronte esas experiencias abiertamente y con curiosidad no con el juicio apresurado.

    Reemplazar la trascendencia con un abrazo de lo real no significa que la verdad sea descartada en la toma de conocimiento, solo redefinida. Como afirma Haraway en su entrevista autobiográfica en How Like a Leaf, su “modesta testigo trata de decir la verdad —dar testimonio confiable— mientras evita el narcótico adictivo de fundamentos trascendentales” (Haraway & Goodeve, 2000, p. 158). La pérdida de trascendencia es precisamente lo que figura en la versión mutada de Haraway del modesto testigo como luego explica:

    Contengo la figuración de la “modestia” porque lo que ahora contará como modestia es precisamente lo que se cuestiona. Ahí está el tipo de modestia que te hace desaparecer y hay el tipo que realza tu credibilidad. La modestia femenina ha consistido en estar fuera del camino mientras que la modestia masculina ha consistido en ser un testigo creíble. Y luego está el tipo de modestia feminista que estoy argumentando aquí (no femenina), que se trata de una especie de inmersión en el mundo de la tecnociencia donde se hace una dura intersección de preguntas sobre raza, clase, género, sexo con el objetivo de marcar la diferencia en el mundo real, “material-semiótico”. (Haraway & Goodeve, 2000, p. 159)

    La modestia aquí se define en oposición a la arrogancia del cierre y en tándem con la comprensión de los límites y la perspectiva parcial de uno. Esto es una modestia traída por la humildad, no por el dominio. Haraway se apresura a señalar que este tipo de sensibilidad a la situatividad, de parcialidad de perspectiva, es poderosa porque sigue siendo responsable ante el mundo material y ante personas reales. Es este tipo de modestia la que nos puede ayudar a redefinir nuestras metas de responsabilidad social dentro de la composición para incluir las condiciones de la corporeidad.

    Cuando el concepto de Haraway se coloca en el marco de la pedagogía de escritura contemplativa feminista, sugiero que el modesto testigo feminista se convierta en el yogui escritor que utiliza la habilidad de imaginar encarnado. Como herramienta de indagación, la imaginación encarnada es una habilidad introspectiva que dirige la conciencia del escritor hacia las formas en que el conocimiento del mundo externo se vincula al autoconocimiento. También insiste en que la atención plena de las sensaciones y sentimientos corporales puede aumentar nuestras capacidades reflexivas y reflexivas. Iyengar afirma que los yoguis se transforman en su práctica contemplativa de asana y pranayama que “no solo cambia la manera en que vemos las cosas; transforma a la persona que ve” (2005, p. xxi). A su vez, el yogui de escritura que autoconscientemente reclama su encarnación se transforma por una atención plena de la materia que comienza con su propio cuerpo y se extiende hacia otros cuerpos del mundo. Describo las consecuencias de este proceso para el estudiante de escritura de primer año en el siguiente intercapítulo. Aquí, enfatizo que la escritora yogui comienza a respetar y a tomar en cuenta cómo la construcción de realidades presentes y posibilidades futuras se basa en el conocimiento que construye a partir de la experiencia así como sus posiciones afectivas hacia otros cuerpos como resultado de estas experiencias. El yogui escritor respeta su práctica como aquella que crea “conocimiento y lo eleva a la sabiduría” ejerciendo su imaginación encarnada (Iyengar, 2005, p. xxi). Ella reconoce íntimamente que las imaginaciones siempre ocurren en el contexto de los entornos materiales y dentro del marco de su carne. Nuestros cuerpos deben abrazar y promulgar los sueños e ideas de nuestro intelecto para que ellos signifiquen y se actúen sobre ellos.

    A través de su práctica integrada de yoga y escritura, el yogui de escritura reconoce que diferentes cuerpos producen diversos cuerpos de conocimiento y que la expresión de una pose o idea puede verse bastante diferente de un tapete a otro, de un papel a otro. En lugar de separar, estas diferencias unen al imaginador encarnado en una humildad “que realza [su] credibilidad” (Haraway & Goodeve, 2000, p. 159) a los demás y a la naturaleza ya que, como cualquier cuerpo carnoso, cualquier cuerpo de conocimiento es esencialmente inacabado. Es importante destacar que, al igual que el modesto testigo mutado de Haraway, el yogui de escritura es modesto porque reconoce su íntima conexión con el mundo de la materia y la relación entre espíritu y naturaleza en la que ninguno de los dos son rechazados ni siquiera cuando se ven “unidos inseparablemente como la tierra y el cielo se unen en el horizonte ” (Iyengar, 2005, p. xxiii). Si en la versión de Haraway de la modestia feminista reclamamos el cuerpo y rechazamos la trascendencia, en espíritu afín, el yogui de escritura “modesto” permanece conectado pero se niega a perder su centro como cualquier otro yogui experimentado: “En una asana perfecta, realizada meditativamente y con una corriente sostenida de concentración, la yo asume su forma perfecta, siendo su integridad más allá del reproche” (Iyengar, 2005, p. 14).

    El estrés que pongo en la integridad del yo, basado en las teorías de Haraway y la tradición del yoga, diferencia mi concepto del yogui de escritura de la mente somática tal como se ha teorizado previamente en nuestro campo. En “Escribir cuerpos: mente somática en estudios de composición”, Fleckenstein pide a los composicionistas trabajar hacia el discurso encarnado aceptando el concepto de la mente somática, que es ver la mente y el cuerpo como resueltos en una sola entidad con límites permeables. Fleckenstein se basa en el antropólogo cultural Gregory Bateson para definir la mente somática como “ubicación tangible más ser”. Es un lugar de estar en un material. Tanto el organismo como el lugar sólo pueden identificarse por su inmanencia dentro del otro” (1999, p. 286). Estoy abogando por un concepto similarmente encarnado y conectivo, pero no idéntico, aquí.

    Fleckenstein intenta llegar al cuerpo de escritura a través de la mente somática, de modo que la experiencia de encarnación a la que se dirige sea encarnación como colocación en lugar y tiempo externos. Como afirma, “[s] el urvival —ecológico, psicológico y político— no depende del destino de un organismo (o subjetividad) discreto, atomista reproductivo, porque tal organismo no existe. En cambio, lo que existe (y lo que sobrevive o expira) es la localización de la mente somática” (1999, p. 286). Más que colocar a la escritora en su cuerpo, Fleckenstein define a la escritora en el contacto entre su ser y su entorno, una especie de espacio sin espacio en la unión de estas sustancias permeables. Debido a que el concepto de Fleckenstein es complejo, un ejemplo aquí es útil. Como lo hice antes, Fleckenstein usa a Mairs para ejemplificar su concepto:

    Desde la perspectiva de una mente somática, la delimitación del estar en un lugar material de Mair incluye a la persona, la silla de ruedas y la puerta a la que lucha por entrar. La certeza corpórea no es el ser humano en la silla de ruedas (el “yo” ilusorio), sino el cuerpo, la silla y la puerta simultáneamente. (1999, p. 288)

    La certeza corpórea es realmente incertidumbre.

    Concebida de manera ambigua, la mente somática de Fleckenstein sigue siendo problemática para las pedagogías de escritura contemplativa. Una perspectiva más contemplativa vería a Mairs como poseedora de una experiencia de corporeidad que es tanto interna como externa. Si vemos a Mairs como una mente somática, corremos el riesgo de negarle la integridad de la encarnación individual, y perdemos la complejidad del doble gesto que tomo siguiendo tanto Haraway como la práctica contemplativa. Hipotéticamente, a partir de las formas en que Fleckenstein iguala a Mairs con su entorno, podríamos imaginar a otra mujer en silla de ruedas posicionada en la misma puerta al mismo momento teniendo la misma frustrante experiencia de inaccesibilidad. Aquí hay un movimiento hacia la intercambiabilidad corpórea y la disipación hacia el entorno, un movimiento que la propia Mairs desacreditaría, creo. Si bien el concepto de Fleckenstein es ciertamente más complicado de lo que implica un escenario tan simple, el hecho es que una vez que eliminamos la subjetividad del “yo”, lo que Fleckenstein llama “ilusorio”, perdemos la integridad del cuerpo individual. Y lo perdamos o no ante la turbulenta masa posmoderna del discurso o ante un vórtice de materialidades intertextuales, perdemos la experiencia única de lo que significa encarnarse humanamente. Lo que significa ser integral o completo es no ser de una pieza inviolable tanto como significa, tanto en el paradigma de Iyengar como en el de Haraway, estar sin disminuir por nuestra interconexión con otros sujetos y objetos. Estar posicionados diferencialmente en el mundo significa que como cuerpos estamos en un flujo constante con nuestros entornos materiales y con otros cuerpos (una especie de situación dinámica, material-semiótica a la que me referiré en la siguiente sección), lo que no es lo mismo que perder la subjetividad del “yo” encarnado.

    Debido a que experimentamos la materialidad como una relación compleja entre exterioridad e interioridad, no podemos simplemente deslizarnos sobre el hecho de que estar posicionados por una puerta, incluso incorporar esa puerta demasiado pequeña a nuestro sentido de sí mismo en el momento de la lucha es diferente a perder nuestra autonomía o corpórea certeza a la puerta o fusionar nuestra agencia con ella. Como afirma Haraway, nuestra encarnación no se fija simplemente “en un cuerpo reificado” sino que tampoco es una “página en blanco” para otras inscripciones, ya sean materiales o sociales (1991c, pp. 195-197). Entonces, si bien estoy de acuerdo en que nuestros límites corporales son permeables y nuestras experiencias de encarnación incluyen nuestros entornos materiales y ciertamente están moldeados por nuestra situación, deseo mantener un espacio para la integridad e interioridad corporal en mi comprensión de la escritura contemplativa yoguis. Para mí, esta es una concepción más responsable ya que la puerta no puede experimentar a Mairs como ella puede.

    Marilyn M. Cooper aborda este problema de agencia en su reciente Agencia Retórica como Emergente y Promulgada cuando argumenta, “[w] e experimentamos a nosotros mismos como agentes causales, y cualquier teoría de la agencia necesita de alguna manera dar cuenta de esa experiencia. Y tenemos que responsabilizarnos a nosotros mismos y a los demás de lo que hacemos” (2011, p. 437). En este artículo, Cooper aboga por un modelo interaccional de causalidad, uno que dé cuenta de las formas

    un orador no coacciona; simplemente pone palabras en el aire. En los breves momentos de reflexión consciente o inconsciente que ocurren mientras escuchamos un argumento de venta o un discurso de campaña, se produce en nuestras mentes un proceso activo de evaluación y asimilación... Cuando alguien se sienta y decide: “Bien, me has persuadido”, no se limita a describir algo que le ha pasado. A pesar de la gramática, está describiendo algo que ha hecho. (2011, p. 437)

    A lo que llega esta escena es el deseo de Cooper de interpretar la agencia como “emergente” (2011 p. 421), como producto de relaciones y acciones, ya sean conscientes o inconscientes, y no de simple causalidad en la que una determinada acción cause un efecto particular de manera lineal. La comprensión de Cooper de la agencia como emergente es congruente con un énfasis contemplativo en la agencia del movimiento; sin embargo, su suposición de que si la agencia es emergente y móvil, nunca puede descansar en un individuo no es armoniosa —por las mismas razones la mente somática no lo es— con el enfoque contemplativo I presente aquí.

    Porque en este enfoque contemplativo, los objetos y sujetos de posicionamiento no son reducibles entre sí, sino que se abrazan siempre mientras el yogui abraza simultáneamente su centro y su entorno. En su estudio posmoderno del yoga y la filosofía budista, George Kalamaras señala que

    [p] aradoxicamente, el yogui, a través de diversas prácticas meditativas, retira la conciencia de la periferia del cuerpo en formas que realzan el sensorio interior; en total intimidad con un “centro” de conciencia, entonces, la conciencia del mediador avanzado se expande para abrazar la inmensidad del universo, moviéndose más allá de toda conciencia de limitación, fronteras psicológicas, o “circunferencia” psíquica. (1997, p. 9)

    Esto nunca disminuye la integralidad del individuo ni su capacidad de actuar conscientemente en el mundo, aunque reconozca que su capacidad para producir efectos en ese mundo es tanto imaginativa como real. Voy a retomar este argumento una vez más en mi tercer capítulo cuando discuta cómo los actos de extensión y expansión nos permiten entender la encarnación como una experiencia tanto de interioridad como de exterioridad. En este capítulo volveré a examinar el concepto de integridad una vez más en la sección final atendiendo a la noción de Harway de especies compañeras. Pero primero, exploro las conexiones entre la imaginación encarnada y el concepto de situación de Haraway.