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LibreTexts Español

1.21: Libro XXI

  • Homer (translated by Samuel Butler)
  • Ancient Greece

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EL JUICIO DE LOS EJES, DURANTE EL CUAL ULISES SE REVELA A EUMEO Y FILOECIO

Minerva ahora lo puso en la mente de Penélope para que los pretendientes prueben su habilidad con el arco y con las hachas de hierro, en contienda entre ellos, como medio para lograr su destrucción. Subió las escaleras y consiguió la llave de la tienda, que estaba hecha de bronce y tenía un asa de marfil; luego fue con sus doncellas al almacén al final de la casa, donde se guardaban los tesoros de oro, bronce y hierro forjado de su marido, y donde también estaba su arco, y el carcaj lleno de flechas mortales que le había dado un amigo al que había conocido en Lacedaemon—Ifito hijo de Eurito. Los dos cayeron uno con el otro en Messene en la casa de Ortiloco, donde se alojaba Ulises para recuperar una deuda que le debía a todo el pueblo; porque los mesenianos se habían llevado trescientas ovejas de Ítaca, y se habían marchado con ellas y con sus pastores. En busca de estos Ulises realizó un largo viaje siendo todavía bastante joven, pues su padre y los demás caciques lo enviaron a una misión para recuperarlos. Iphitus había ido allí también para tratar de recuperar doce yeguas de cría que había perdido, y los potros mulos que corrían con ellos. Estas yeguas fueron la muerte de él al final, pues cuando fue a la casa del hijo de Jove, poderoso Hércules, quien realizó tales prodigios de valor, Hércules para su vergüenza lo mató, aunque fuera su invitado, porque no temía la venganza del cielo, ni respetaba aún su propia mesa que había puesto ante Ifito, sino lo mató a pesar de todo, y se quedó con las yeguas él mismo. Fue al afirmar estos que Ifito se encontró con Ulises, y le dio el arco que el poderoso Eurito había sido usado para llevar, y que a su muerte había sido dejado por él a su hijo. Ulises le dio a cambio una espada y una lanza, y este fue el comienzo de una amistad rápida, aunque nunca se visitaron en las casas del otro, pues el hijo de Jove, Hércules, mató a Ifitus antes de que pudieran hacerlo. Este arco, entonces, dado por Ifitus, no había sido llevado con él por Ulises cuando navegó hacia Troya; lo había usado tanto tiempo como había estado en su casa, pero lo había dejado atrás como recuerdo de un valioso amigo.

Penélope llegó actualmente al umbral de encino del almacén; el carpintero lo había cepillado debidamente, y había trazado una línea sobre él para enderezarlo bastante; luego había colocado los postes de las puertas en él y colgó las puertas. Ella soltó la correa de la manija de la puerta, metió la llave, y la condujo directamente a casa para disparar hacia atrás los cerrojos que sostenían las puertas; 161 éstos volaron abiertos con un ruido como un toro bramiendo en un prado, y Penélope pisó la plataforma levantada, donde estaban los cofres en los que el lino justo y la ropa fueron puestos junto con hierbas aromáticas: llegando de allí, bajó el arco con su estuche de arco de la clavija en la que colgaba. Ella se sentó con ella de rodillas, llorando amargamente mientras sacaba el arco de su estuche, y cuando sus lágrimas la habían aliviado, se dirigió al claustro donde estaban los pretendientes, cargando el arco y el carcaj, con las muchas flechas mortíferas que había dentro de él. Junto a ella llegaron sus doncellas, portando un cofre que contenía mucho hierro y bronce que su marido había ganado como premios. Al llegar a los pretendientes, se paró junto a uno de los postes de apoyo que sostenían el techo del claustro, sosteniendo un velo ante su rostro, y con una doncella a ambos lados de ella. Entonces ella dijo:

“Escúchame pretendientes, que persisten en abusar de la hospitalidad de esta casa porque su dueño lleva mucho tiempo ausente, y sin otro pretexto que el de que se quiera casar conmigo; esto, entonces, siendo el premio por el que estás contendiendo, voy a sacar el arco poderoso de Ulises, y quien de ustedes encordará lo más fácil y manda su flecha por cada una de las doce hachas, le seguiré y dejaré esta casa de mi legítimo esposo, tan bien, y tan abundante en riqueza. Pero aun así no dudo que lo recuerde en mis sueños”.

Mientras hablaba, le dijo a Eumeo que pusiera el arco y las piezas de hierro ante los pretendientes, y Eumeo lloró mientras los llevaba a hacer lo que ella le había pedido. Duro por, el ganadero lloró también cuando vio el arco de su amo, pero Antinoo los regañó. “Ustedes, piojos de campo”, dijo él, “tontos tontos; ¿por qué deberían sumar a las penas de su amante llorando de esta manera? Ella tiene suficiente para afligirla por la pérdida de su marido; siéntate quieta, por lo tanto, y come tus cenas en silencio, o sal a la calle si quieres llorar, y dejar atrás la proa. Nosotros los pretendientes tendremos que contender por ello con poderío y principal, pues no vamos a encontrar nada ligero ensartar tal arco como éste es. No hay un hombre de todos nosotros que sea otro como Ulises; pues lo he visto y lo recuerdo, aunque yo era entonces sólo un niño”.

Eso fue lo que dijo, pero todo el tiempo esperaba poder ensartar el arco y disparar a través del hierro, mientras que de hecho iba a ser el primero que debía probar las flechas de manos de Ulises, a quien estaba deshonrando en su propia casa —incitando a los demás para que lo hicieran también.

Entonces habló Telémaco. “¡Grandes cielos!” exclamó: “Jove debió haberme robado los sentidos. Aquí está mi querida y excelente madre diciendo que dejará esta casa y se casará de nuevo, sin embargo me estoy riendo y disfrutando como si no hubiera pasado nada. Pero, pretendientes, como se ha pactado la contienda, que vaya adelante. Es para una mujer cuyo par no se encuentra en Pylos, Argos, o Miceno, ni aún en Ítaca ni en el continente. Sabes esto tan bien como yo; ¿qué necesito que hable en alabanza a mi madre? Vamos, entonces, no pongas excusas por el retraso, pero veamos si puedes ensartar el arco o no. Yo también voy a hacer juicio de ello, pues si lo puedo encadenar y disparar a través del hierro, no voy a sufrir a mi madre para que salga de esta casa con un extraño, no si puedo ganar los premios que mi padre ganó antes que yo”.

Al hablar saltó de su asiento, le tiró su capa carmesí y le quitó la espada del hombro. Primero puso los ejes en fila, en un surco largo que había cavado para ellos, y había hecho recto por línea. 162 Entonces estampó la tierra apretada alrededor de ellos, y todos se sorprendieron cuando lo vieron tenderlos tan ordenados, aunque nunca antes había visto nada de ese tipo. Esto hecho, se subió al pavimento para hacer juicio al arco; tres veces lo tiró de él, tratando con todas sus fuerzas de dibujar la cuerda, y tres veces tuvo que dejar fuera, aunque había esperado ensartar el arco y disparar a través del hierro. Lo intentaba por cuarta vez, y lo habría colgado si Ulises no hubiera hecho una señal para revisarlo a pesar de todo su afán. Entonces dijo:

“¡Ay! O seré siempre débil y sin destreza, o soy demasiado joven, y aún no he alcanzado todas mis fuerzas para poder sostenerme si alguien me ataca. Ustedes otros, por lo tanto, que son más fuertes que yo, hagan juicio del arco y hagan que se resuelva esta contienda”.

Sobre esto bajó el arco, dejándolo apoyarse contra la puerta [que conducía a la casa] con la flecha de pie contra la parte superior del arco. Entonces se sentó en el asiento del que se había levantado, y Antinoo dijo:

“Vamos cada uno de ustedes en su turno, yendo hacia la derecha desde el lugar en el que comienza el copero cuando está entregando el vino”.

El resto estuvo de acuerdo, y Leiodos hijo de Oenops fue el primero en levantarse. Era sacerdote sacrificial de los pretendientes, y se sentó en la esquina cerca del cuenco mezclador. 163 Fue el único hombre que odiaba sus malas acciones y se indignaba con los demás. Ahora fue el primero en tomar el arco y la flecha, así que se dirigió al pavimento para hacer su juicio, pero no pudo ensartar el arco, porque sus manos estaban débiles y sin usar al trabajo duro, por lo tanto pronto se cansaron, y dijo a los pretendientes: “Amigos míos, no puedo atarlo; dejen que otro lo tenga, este arco tomará la vida y el alma de muchos un jefe entre nosotros, porque es mejor morir que vivir después de habernos perdido el premio por el que tanto tiempo hemos luchado, y que nos ha traído tanto tiempo juntos. Algunos de nosotros incluso ahora esperan y rezan para que se case con Penélope, pero cuando haya visto este arco y lo haya probado, déjelo cortejar y hacer ofrendas de novia a alguna otra mujer, y dejar que Penélope se case con quien le haga la mejor oferta y cuya suerte es ganarla”.

Sobre esto bajó el arco, dejándolo apoyarse contra la puerta, 164 con la flecha de pie contra la punta del arco. Entonces volvió a tomar su asiento en el asiento del que había resucitado; y Antinoo lo reprendió diciendo:

“Leiodos, ¿de qué estás hablando? Tus palabras son monstruosas e intolerables; me enoja escucharte. Entonces, ¿este arco le quitará la vida a muchos de los principales entre nosotros, simplemente porque usted no puede doblarlo usted mismo? Es cierto, no naciste para ser arquero, pero hay otros que pronto lo atarán”.

Entonces le dijo a Melanthius el cabrero: —Mira agudo, enciende un fuego en la cancha, y fija duro un asiento con piel de oveja encima; tráenos también una gran bola de manteca de cerdo, de lo que tienen en la casa. Vamos a calentar el arco y engrasarlo, entonces volveremos a probarlo y pondremos fin a la contienda”.

Melanthius encendió el fuego y colocó un asiento cubierto con pieles de oveja a su lado. También trajo una gran bola de manteca de cerdo de lo que tenían en la casa, y los pretendientes calentaron el arco y volvieron a hacerle juicio, pero ninguno de ellos era lo suficientemente fuerte como para ensartarlo. Sin embargo aún quedaban Antinoo y Eurímachus, que eran los cabecillas entre los pretendientes y mucho los más destacados entre todos ellos.

Entonces el porcino y el ganadero salieron juntos de los claustros, y Ulises los siguió. Cuando habían salido de las puertas y del patio exterior, Ulises les dijo en voz baja:

“Stockman, y tú porquería, tengo algo en mi mente que dudo si decir o no; pero creo que lo diré. ¿Qué clase de hombres serías para estar al lado de Ulises, si algún dios lo trajera de vuelta aquí de repente? Decir lo que está dispuesto a hacer, ¿a ponerse del lado de los pretendientes o de Ulises?”

—El padre Jove —contestó el ganadero—, en efecto haría que así lo ordenaras. Si algún dios fuera más que traer de vuelta a Ulises, deberías ver con qué poder y principal lucharía por él”.

En palabras semejantes Eumeo oró a todos los dioses para que Ulises regresara; cuando, por lo tanto, vio con certeza de qué mente eran, Ulises dijo: “Soy yo, Ulises, quien estoy aquí. He sufrido mucho, pero por fin, en el vigésimo año, estoy regresando a mi propio país. Encuentro que ustedes dos solos de todos mis siervos se alegran de que yo lo haga, porque no he escuchado a ninguno de los otros rezar por mi regreso. A ustedes dos, por lo tanto, les revelaré la verdad como será. Si el cielo entregara a los pretendientes en mis manos, encontraré esposas para los dos, les daré casa y sujetando cerca de los míos, y ustedes serán para mí como si fuesen hermanos y amigos de Telémaco. Ahora te voy a dar pruebas convincentes de que tal vez me conozcas y tengas la seguridad. Mira, aquí está la cicatriz del diente de jabalí que me arrancó cuando salía a cazar en el monte. Parnaso con los hijos de Autólico”.

Al hablar sacó sus trapos a un lado de la gran cicatriz, y cuando la habían examinado a fondo, ambos lloraron por Ulises, le rodearon de brazos y le besaron la cabeza y los hombros, mientras que Ulises besó sus manos y rostros a cambio. El sol se habría puesto tras su luto si Ulises no los hubiera revisado y dijera:

“Deja de llorar, no sea que alguien salga afuera y nos vea, y diga a los que están dentro. Cuando entres, hazlo por separado, no los dos juntos; yo iré primero, y luego seguirás; deja que esta sea además la ficha entre nosotros; los pretendientes intentarán todos ellos evitar que me agarre el arco y el aljaba; ¿por lo tanto, Eumeo, lo colocas en mis manos cuando lo estés cargando, y decirle a las mujeres que cierren las puertas de su departamento. Si escuchan algún gemido o alboroto como de hombres peleando por la casa, no deben salir; deben guardar silencio, y quedarse donde están en su trabajo. Y te mando a ti, Filoecio, que hagas rápidas las puertas del atrio exterior, y que las aten con seguridad a la vez”.

Cuando había hablado así, volvió a la casa y tomó el asiento que le había dejado. En la actualidad, sus dos sirvientes lo siguieron dentro.

En este momento el arco estaba en manos de Eurymachus, quien lo estaba calentando por el fuego, pero aun así no pudo atarlo, y se sintió muy afligido. Él dio un profundo suspiro y dijo: “Me aflijo por mí mismo y por todos nosotros; lamento que tenga que renunciar al matrimonio, pero esto no me importa casi tanto, porque hay muchas otras mujeres en Ítaca y en otros lugares; lo que más siento es el hecho de que somos tan inferiores a Ulises en fuerza que nosotros no puede ensartar su arco. Esto nos deshonrará a los ojos de los que aún no han nacido”.

“No será así, Eurímaco -dijo Antinoo-, y tú lo sabes tú mismo. Hoy es la fiesta de Apolo en toda la tierra; ¿quién puede ensartar un arco en un día como este? Ponlo de un lado, en cuanto a las hachas pueden quedarse donde están, porque nadie es probable que venga a la casa y se los lleve: deja que el copaquero vaya con sus copas, para que podamos hacer nuestras ofrendas de bebida y dejar caer este asunto del arco; le diremos a Melanthius que nos traiga algunas cabras mañana —lo mejor que tiene; entonces podemos ofrecer huesos de muslo a Apolo el poderoso arquero, y de nuevo hacer juicio del arco, para poner fin a la contienda”.

El resto aprobó sus palabras, y sobre ello hombres sirvientes vertieron agua sobre las manos de los invitados, mientras que las páginas llenaban los tazones de vino y agua y la entregaban después de dar a cada hombre su ofrenda de bebida. Entonces, cuando habían hecho sus ofrendas y habían bebido cada uno tanto como él deseaba, Ulises dijo astutamente: —

“Pretendientes de la ilustre reina, escuchen para que pueda hablar aunque me parezca. Apelo más especialmente a Eurímaco, y a Antinoo que acaba de hablar con tanta razón. Deja de disparar por el presente y deja el asunto a los dioses, pero por la mañana deja que el cielo dé la victoria a quien quiera. Por el momento, sin embargo, dame el arco para que pueda probar el poder de mis manos entre todos ustedes, y ver si todavía tengo tanta fuerza como solía tener, o si los viajes y el descuido lo han acabado”.

Esto los enfureció mucho a todos, porque temían que pudiera ensartar el arco, Antinoo, por lo tanto, lo reprendió ferozmente diciendo: “Criatura miserable, no tienes tanto como un grano de sentido en todo tu cuerpo; deberías pensarte afortunado de que te permitan cenar ileso entre tus mejores, sin tener ninguna porción más pequeña le sirvió de lo que los demás hemos tenido, y en que se nos permita escuchar nuestra conversación. A ningún otro mendigo o extraño se le ha permitido escuchar lo que decimos entre nosotros; el vino debió de haberte estado haciendo una travesura, como lo hace con todos los que beben inmoderadamente. Fue el vino el que inflamó al Centauro Eurytion cuando se hospedaba con Peithous entre los Lapithae. Cuando el vino se le había metido en la cabeza, se volvió loco e hizo malas obras sobre la casa de Peirithous; esto enfureció a los héroes que estaban allí reunidos, así que se apresuraron hacia él y le cortaron las orejas y las fosas nasales; luego lo arrastraron por la puerta fuera de la casa, así que se fue enloquecido, y soportó la carga de su crimen, carente de comprensión. En adelante, por tanto, hubo guerra entre la humanidad y los centauros, pero él la trajo sobre sí mismo a través de su propia embriaguez. De igual manera te puedo decir que difícilmente te irá si cuerdas el arco: no encontrarás misericordia de nadie de aquí, porque de inmediato te enviaremos al rey Echetus, que mata a cada uno que se le acerque: nunca saldrás vivo, así que bebe y guarda silencio sin meterse en una pelea con los hombres más joven que tú”.

Penélope luego le habló. “Antinoo”, dijo ella, “no está bien que se maltrate a cualquier huésped de Telémaco que venga a esta casa. Si el extraño resultara lo suficientemente fuerte como para atar el poderoso arco de Ulises, ¿puedes suponer que me llevaría a casa con él y me haría su esposa? Incluso el hombre mismo no puede tener esa idea en su mente: ninguno de ustedes necesita dejar que eso perturbe su banquete; sería fuera de toda razón”.

—Reina Penélope —contestó Eurímaco—, no suponemos que este hombre te lleve con él; es imposible; pero tenemos miedo de que algunos de los más bajos, hombres o mujeres entre los aqueos, vayan a cotillear y digan: 'Estos pretendientes son un pueblo débil; están pagando corte a la esposa de un valiente hombre cuyo arco ninguno de ellos pudo encordar, y sin embargo un vagabundo mendigo que llegó a la casa lo encadenó de inmediato y envió una flecha a través del hierro. ' Esto es lo que se va a decir, y va a ser un escándalo en nuestra contra”.

“Eurímaco”, contestó Penélope, “las personas que persisten en comerse la finca de un gran cacique y deshonrar su casa no deben esperar que otros piensen bien de ellos. ¿Por qué entonces debería importarte si los hombres hablan como crees que lo harán? Este extraño es fuerte y bien construido, dice además que es de noble nacimiento. Dale el arco, y veamos si puede atarlo o no. Digo —y seguramente será— que si Apolo le asegura la gloria de encordarla, le daré una capa y camisa de buen uso, con una jabalina para alejar a perros y ladrones, y una espada afilada. También le daré sandalias, y lo veré enviado a salvo a donde quiera que quiera ir”.

Entonces Telémaco dijo: —Madre, yo soy el único hombre ya sea en Ítaca o en las islas que se acabaron contra Elis que tiene derecho a dejar que cualquiera tenga la reverencia o a negarla. Nadie me obligará de una manera u otra, ni aunque elija hacer del extraño un regalo del arco de plano, y dejar que se lo lleve consigo. Ve, pues, dentro de la casa y ocuparte con tus deberes diarios, tu telar, tu rueca, y el orden de tus siervos. Este arco es asunto de hombre, y el mío por encima de todos los demás, porque aquí soy yo quien soy amo”.

Ella volvió a preguntarse a la casa, y puso en su corazón el dicho de su hijo. Después al subir las escaleras con sus siervas a su habitación, lloró a su querido esposo hasta que Minerva le envió un dulce sueño sobre sus párpados.

El porcino ahora tomó la proa y estaba por llevársela a Ulises, pero los pretendientes le clamaron desde todas las partes de los claustros, y uno de ellos dijo: “Idiota, ¿a dónde llevas la proa? ¿Estás fuera de tu ingenio? Si Apolo y los otros dioses conceden nuestra oración, tus propios sabuesos te llevarán a un pequeño lugar tranquilo y te preocuparán hasta la muerte”.

Eumeo se asustó ante el clamor que todos levantaron, así que bajó el arco entonces y allá, pero Telémaco le gritó desde el otro lado de los claustros, y lo amenazó diciendo: “Padre Eumeo, trae el arco a pesar de ellos, o joven como soy te arrojaré con piedras de regreso al campo, porque Yo soy el mejor hombre de los dos. Ojalá fuera tanto más fuerte que todos los demás pretendientes de la casa como yo que tú, pronto enviaría a algunos de ellos enfermos y lo siento, porque significan travesura”.

Así habló, y todos ellos se rieron de corazón, lo que los puso de mejor humor con Telemaco; así Eumeo se puso el arco y lo colocó en manos de Ulises. Cuando lo había hecho, llamó aparte a Euryclea y le dijo: “Euryclea, Telemachus dice que estás para cerrar las puertas de los departamentos de mujeres. Si escuchan algún gemido o alboroto a partir de hombres peleando por la casa, no van a salir, sino que deben guardar silencio y quedarse donde están en su trabajo”.

Euryclea hizo lo que le dijeron y cerró las puertas de los departamentos de mujeres.

En tanto Filoecio se escabulló silenciosamente y ayunó las puertas de la cancha exterior. Había un cable de fibra byblus de un barco tirado en la puerta de entrada, así que aceleró las puertas con él y luego volvió a entrar, retomando el asiento que le había dejado, y vigilando a Ulises, que ahora tenía el arco en sus manos, y lo estaba dando la vuelta en todos los sentidos, y demostrándolo por todas partes para ver si los gusanos había estado comiendo en sus dos cuernos durante su ausencia. Entonces uno giraría hacia su vecino diciendo: “Este es un viejo tramposo fanático; o tiene uno así en casa, o quiere hacer uno, en ese estilo obrero lo maneja el viejo vagabundo”.

Otro dijo: “Espero que no tenga más éxito en otras cosas de lo que es probable que tenga en encordar este arco”.

Pero Ulises, cuando lo había levantado y examinado por todas partes, lo ensartó tan fácilmente como un bardo hábil ensarta una nueva clavija de su lira y hace que la tripa retorcida sea rápida en ambos extremos. Entonces lo tomó en su mano derecha para probar la cuerda, y cantó dulcemente bajo su toque como el gorjeo de una golondrina. Los pretendientes estaban consternados, y se volvieron de color al escucharlo; en ese momento, además, Jove tronó fuerte como señal, y el corazón de Ulises se regocijó al escuchar el presagio de que le había enviado el hijo del tramador Saturno.

Tomó una flecha que estaba tendida sobre la mesa 165 —porque aquellos que los aqueos estaban tan pronto a punto de probar estaban todos dentro del aljaba— la colocó en la pieza central del arco, y dibujó la muesca de la flecha y la cuerda hacia él, todavía sentado en su asiento. Cuando había apuntado dejó volar, y su flecha atravesó cada uno de los agujeros de las hachas desde el primero en adelante hasta que pasó justo a través de ellos, y hacia el patio exterior. Entonces le dijo a Telémaco:

“Tu invitado no te ha deshonrado, Telémaco. No me perdí a lo que apuntaba, y no tardé en encordar mi arco. Sigo siendo fuerte, y no como los pretendientes me emborrachan con ser. Ahora, sin embargo, es el momento de que los aqueos preparen la cena mientras todavía hay luz del día, y luego de otra manera se disporten con el canto y la danza que son los ornamentos coronadores de un banquete”.

Al hablar hizo una señal con las cejas, y Telémaco ceñó su espada, agarró su lanza y se paró armado junto al asiento de su padre.


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