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7.15: Giro del Tornillo: Capítulo 13

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    Henry James

    Todo estuvo muy bien unirme a ellos, pero hablar con ellos resultó más que nunca un esfuerzo más allá de mis fuerzas —ofrecía, en espacios cerrados, dificultades tan insuperables como antes. Esta situación continuó un mes, y con nuevas agudizaciones y notas particulares, la nota sobre todo, más aguda y más aguda, de la pequeña conciencia irónica por parte de mis alumnos. No fue, hoy estoy tan seguro como lo estaba entonces, mi mera imaginación infernal: era absolutamente rastreable que fueran conscientes de mi situación y que esta extraña relación hiciera, de alguna manera, durante mucho tiempo, el aire en el que nos movíamos. No quiero decir que tuvieran la lengua en las mejillas ni que hicieran algo vulgar, pues ese no era uno de sus peligros: quiero decir, en cambio, que el elemento de lo sin nombre e intacto se volvió, entre nosotros, mayor que cualquier otro, y que tanta evitación no se pudo haber efectuado con tanto éxito sin mucho arreglo tácito. Era como si, por momentos, estuviéramos siempre saliendo a la vista de temas ante los cuales debemos detenernos, volviéndonos repentinamente de callejones que percibíamos como ciegos, cerrando con un pequeño golpe que nos hizo mirarnos —porque, como todos los flequillos, era algo más fuerte de lo que habíamos pretendido— las puertas que habían abierto indiscretamente. Todos los caminos conducen a Roma, y hubo momentos en los que podría habernos golpeado que casi todas las ramas de estudio o tema de conversación bordean terreno prohibido. Terreno prohibido era la cuestión del regreso de los muertos en general y de lo que, en especial, pudiera sobrevivir, en memoria, de los amigos que los niños pequeños habían perdido. Hubo días en los que podría haber jurado que uno de ellos, con un pequeño empujón invisible, le dijo al otro: “Ella piensa que lo hará esta vez — ¡pero no lo hará! ” “Hacerlo” hubiera sido consentirme por ejemplo —y por una vez en cierto modo— en alguna referencia directa a la señora que los había preparado para mi disciplina. Tenían un delicioso apetito interminable por pasajes de mi propia historia, a los que los había tratado una y otra vez; estaban en posesión de todo lo que me había pasado alguna vez, habían tenido, con cada circunstancia, la historia de mis más pequeñas aventuras y de las de mis hermanos y hermanas y del gato y el perro en casa, así como muchos detalles de la naturaleza excéntrica de mi padre, del mobiliario y disposición de nuestra casa, y de la conversación de las ancianas de nuestro pueblo. Había cosas suficientes, llevándose uno con otro, para platicar, si uno iba muy rápido y sabía por instinto cuándo dar la vuelta. Tiraron con un arte propio los hilos de mi invención y mi memoria; y nada más quizás, cuando después pensé en tales ocasiones, me dio así la sospecha de ser vigilado desde encubierto. Fue en todo caso a lo largo de mi vida, mi pasado, y solo mis amigos que podíamos tomar cualquier cosa como nuestra facilidad, una situación que los llevó a veces sin la menor pertinencia a estallar en recordatorios sociables. Me invitaron —sin ninguna conexión visible— a repetir de nuevo el célebre mot de Goody Gosling o a confirmar los detalles ya suministrados en cuanto a la astucia del pony de la vicaría.

    Fue en parte en coyunturas como estas y en parte en otras bastante diferentes que, con el giro que ahora habían tomado mis asuntos, mi situación, como la he llamado, se hizo más sensata. El hecho de que los días pasaran para mí sin otro encuentro debió, habría parecido, haber hecho algo para calmar mis nervios. Desde el cepillo ligero, esa segunda noche en el rellano superior, de la presencia de una mujer al pie de la escalera, no había visto nada, ya sea dentro o fuera de la casa, que uno mejor no hubiera visto. Había muchas vueltas de esquina que esperaba encontrarme con Quint, y muchas situaciones que, de una manera meramente siniestra, habría favorecido la aparición de la señorita Jessel. El verano había cambiado, el verano se había ido, el otoño había caído sobre Bly y había apagado la mitad de nuestras luces. El lugar, con su cielo gris y sus guirnaldas marchitas, sus espacios descubiertos y sus hojas muertas dispersas, era como un teatro después de la actuación —todo sembrado de callejuelas arrugadas. Había exactamente estados del aire, condiciones de sonido y de quietud, impresiones indescriptibles del tipo de momento ministrante, que me trajeron de vuelta, el tiempo suficiente para atraparlo, la sensación del médium en el que, esa tarde de junio al aire libre, había tenido mi primera vista de Quint, y en el que , también, en esos otros instantes, yo, después de verlo por la ventana, lo había buscado en vano en el círculo de los matorrales. Reconocí los signos, los portentos —reconocí el momento, el lugar. Pero permanecieron solos y vacíos, y yo seguí sin ser molestado; si no se molestaba se podía llamar a una joven cuya sensibilidad había, de la manera más extraordinaria, no declinada sino profundizada. Yo había dicho en mi charla con la señora Grose sobre esa horrible escena de Flora junto al lago y la había perplejo al decir así —que a partir de ese momento me angustiaría mucho más perder mi poder que conservarlo. Entonces había expresado lo que tenía vívidamente en mi mente: la verdad de que, si los niños realmente vieron o no —ya que, es decir, aún no estaba definitivamente probado— preferí mucho, como salvaguardia, la plenitud de mi propia exposición. Estaba listo para saber lo peor que se iba a conocer. Lo que entonces había tenido un feo atisbo era que mis ojos podrían estar sellados justo cuando los suyos estaban más abiertos. Bueno, mis ojos estaban sellados, apareció, en la actualidad —una consumación por la que parecía blasfema no agradecer a Dios. Había, por desgracia, una dificultad al respecto: le habría agradecido con toda mi alma si no hubiera tenido en medida proporcionada esta convicción del secreto de mis alumnos.

    ¿Cómo puedo volver sobre hoy los extraños pasos de mi obsesión? Hubo momentos de que estábamos juntos en los que yo hubiera estado listo para jurar eso, literalmente, en mi presencia, pero con mi sentido directo de ello cerrado, tenían visitantes que eran conocidos y que eran bienvenidos. Entonces fue eso, si no me hubiera disuadido la misma posibilidad de que tal lesión pudiera resultar mayor que la lesión a evitar, mi exultación habría estallado. “Están aquí, están aquí, pequeños desgraciados”, habría gritado, “¡y ya no pueden negarlo!” Los pequeños desgraciados lo negaron con todo el volumen agregado de su sociabilidad y su ternura, en apenas las profundidades cristalinas de las cuales —como el destello de un pez en un arroyo— se asomó la burla de su ventaja. La conmoción, en verdad, se había hundido en mí aún más profundo de lo que sabía la noche en la que, mirando a ver a Quint o a la señorita Jessel bajo las estrellas, había contemplado al chico sobre cuyo descanso observaba y que inmediatamente había traído con él, tenía enseguida, ahí, me excitaba la preciosa mirada hacia arriba con la que, de las almenas sobre mí, había jugado la horrible aparición de Quint. Si se trataba de un susto, mi descubrimiento en esta ocasión me había asustado más que a ninguna otra, y fue en la condición de nervios producidos por ello que hice mis inducciones reales. Me acosaron para que a veces, en momentos impares, me encerrara audiblemente para ensayar —fue a la vez un alivio fantástico y una desesperación renovada— la manera en que podría llegar al grano. Me acerqué a él de un lado y del otro mientras, en mi habitación, me tiraba por ahí, pero siempre me rompía en la monstruosa expresión de nombres. Al morir en mis labios, me dije a mí mismo que de hecho debería ayudarles a representar algo infame si, al pronunciarlos, debería violar tan raro un pequeño caso de delicadeza instintiva como cualquier escuela-salón, probablemente, hubiera conocido alguna vez. Cuando me dije a mí mismo: “Ellos tienen las maneras de callarse, y tú, confiando como eres, ¡la bajeza para hablar!” Me sentí carmesí y me tapé la cara con las manos. Después de estas escenas secretas charlé más que nunca, continuando lo suficientemente volubamente hasta que ocurrió uno de nuestros prodigiosos y palpables hushos —no puedo llamarlos otra cosa— el extraño, mareado ascensor o nadar (¡trato de términos!) en una quietud, una pausa de toda la vida, que no tenía nada que ver con el ruido más o menos que en este momento podríamos estar ocupados en hacer y que pude escuchar a través de cualquier euforia más profunda o recitación acelerada o rasgueo más fuerte del piano. Entonces fue que los demás, los forasteros, estaban ahí. Aunque no eran ángeles, “pasaron”, como dicen los franceses haciéndome, mientras permanecían, temblar con el miedo de que dirigieran a sus víctimas más jóvenes algún mensaje aún más infernal o una imagen más vívida de lo que habían pensado lo suficientemente bueno para mí.

    De lo que era más imposible deshacerse era la cruel idea de que, lo que yo hubiera visto, Miles y Flora veían más —cosas terribles e inadivinables y que surgieron de terribles pasajes de relaciones sexuales en el pasado. Tales cosas dejaron naturalmente en la superficie, por el momento, a un niño que negamos vociferamente que sintiéramos; y tuvimos, los tres, con repetición, metidos en un entrenamiento tan espléndido que fuimos, cada vez, casi automáticamente, a marcar el cierre del incidente, a través de los mismos movimientos. Llamó la atención de los niños, en todo caso besarme empederamente con una especie de irrelevancia salvaje y nunca fallar —una u otra— de la preciosa pregunta que nos había ayudado a superar muchos peligros. “¿Cuándo crees que vendrá? ¿No crees que deberíamos escribir?” — no había nada como esa indagación, la encontramos por experiencia, por llevarse a cabo una torpeza. “Él” por supuesto era su tío en Harley Street; y vivíamos en mucha profusión de teoría que en cualquier momento podría llegar a mezclarse en nuestro círculo. Era imposible haber dado menos aliento de lo que había hecho a tal doctrina, pero si no hubiéramos tenido la doctrina sobre la que recurrir deberíamos habernos privado unos a otros de algunas de nuestras mejores exposiciones. Nunca les escribió —eso pudo haber sido egoísta, pero era parte de la adulación de su confianza en mí; porque la forma en que un hombre rinde su más alto tributo a una mujer es apta para ser sino por la celebración más festal de una de las leyes sagradas de su consuelo; y sostení que llevé a cabo el espíritu de la promesa dado a no apelarle cuando dejé que mis cargos entendieran que sus propias cartas no eran más que ejercicios literarios encantadores. Eran demasiado hermosas para ser publicadas; las guardé yo mismo; las tengo todas a esta hora. Esta era efectivamente una regla que sólo se sumaba al efecto satírico de mi ser apegado con la suposición de que él podría estar en cualquier momento entre nosotros. Fue exactamente como si mis cargos supieran lo casi más incómodo que cualquier otra cosa que pudiera ser para mí. Ahí me aparece, además, al mirar hacia atrás, ninguna nota en todo esto más extraordinaria que el mero hecho de que, a pesar de mi tensión y de su triunfo, nunca perdí la paciencia con ellos. Adorables debieron en verdad haber sido, ahora reflexiono, ¡que en estos días no los odiaba! ¿La exasperación, sin embargo, si el alivio se hubiera pospuesto más tiempo, finalmente me habría traicionado? Poco importa, para el alivio llegó. Yo lo llamo alivio, aunque solo fue el alivio que un chasquido aporta a una tensión o el estallido de una tormenta eléctrica a un día de asfixia. Fue al menos cambio, y llegó con prisa.

    Colaboradores


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